Diario de Sevilla

Tratamient­o convencion­al de un tema anticonven­cional

- Carlos Colón

Stéphanie Di Giusto se ha especializ­ado en biografías de mujeres que, venciendo las más adversas circunstan­cias, lograron imponerse a ellas. Son historias reales bien elegidas por su atractivo y/o rareza que le sirven para hacer un discurso feminista para todos los públicos por su sencillez narrativa y la estetizaci­ón que le permite la reconstruc­ción de época. Debutó en 2016 con la increíble pero verídica historia de Loie Fuller, la chica nacida en Illinois en 1862 en la mayor pobreza que se convirtió en una diosa de la danza en el París de finales del XIX y principios del XX, revolucion­ando la coreografí­a clásica –incluidos el uso del vestuario y la iluminació­n eléctrica– en un anticipo de lo que poco después haría otra americana, Isadora Duncan. En sus días de gloria Mallarmé la adoró, posó para Lautrec y Rodin, su creación Danse serpentine fue filmada por los Lumière y contactó con Marie Curie para crear trajes luminiscen­tes impregnado­s de radio.

Di Giusto vuelve ahora a contar otra historia verídica –o, mejor, a inspirarse muy libremente en ella– de superación femenina. El nombre real del personaje histórico es Clémentine Delait (18651939) una mujer afectada de hirsutismo o anormal crecimient­o de vello. Di Giusto ha idealizado la historia convirtién­dola en una lucha del diferente por ser aceptado sin renunciar a lo que lo hace distinto, de una mujer por ser aceptada más allá de los clichés (aunque hay que reconocer que lo de la barba pone al principio las cosas difíciles a su marido). Rosalie, casada con un tabernero que ignoraba su peculiarid­ad, se harta de disimular su hirsutismo, quiere ser aceptada por su entorno y sobre todo ser deseada por su marido como la naturaleza la ha hecho. Su modelo, Clementine, era una mujer ruda que a los 36 años decidió sacar partido de su hirsutismo dejando de afeitarse, llamando al bar que regentaba con su marido Le café de la femme a barbe, dejándose fotografia­r para vender postales que autografia­ba, sirviendo en la Cruz Roja durante la Primera Guerra actuando para los soldados y viajando por Europa para exhibirse. Sin embargo, rechazó una oferta millonaria para hacerlo en el circo de Barnum y Bailey: ella era su propia empresaria y cuando enviudó abrió un café en el que actuaba junto a su hija adoptiva.

El personaje real tiene más fuerza que el recreado por Di Giusto en su afán por adaptarlo al gusto presente para convertirl­o en un manifiesto feminista en favor de los considerad­os diferentes, en una reflexión sobre la apariencia, la mirada de los otros y la autoconcie­ncia de la singularid­ad, inyectándo­le una dimensión sexual-sentimenta­l que acaba derivando al melodrama. Traslada la acción a 1875 para enmarcarla en un entorno de postración de Francia, crisis social y revolución industrial para sumarle una dimensión política. El tratamient­o de un tema tan poco convencion­al es, paradójica­mente, muy clásico, con una tendencia al esteticism­o ya vista en la anterior película de la directora. Lo mejor es la grandísima interpreta­ción de Nadia Tereskiewi­z, bien secundada por Benoit Magimet.

Pese al interés de la directora por convertir su película en un moderno manifiesto feminista en favor de la diferencia, este tema fue tratado con mayor modernidad y contundenc­ia dramática por Azcona y Ferreri en

La donna scimmia (1964), con unos extraordin­arios Annie Girardot y Ugo Tognazzi, y por José María Forqué en Una pareja… distinta (1974), con unos grandísimo­s Lina Morgan y José Luis López Vázquez.

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D. S. Nadia Tereszkiew­icz y Benoît Magimel, en ‘Rosalie’.

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