Diario de Sevilla

LA OCASIÓN

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EN cada libro habita un fantasma. Siempre, al comenzar una historia, nos vamos desembaraz­ando de los ritmos adquiridos por la lectura previa, experiment­amos el abandono de lo viejo y la adopción de lo desconocid­o y nuevo. Este proceso, que ocurre siempre, se despliega a veces de modos más consciente­s o deliberado­s, y uno va entonces sintiendo alterársel­e el pulso y la respiració­n, la música silenciosa con que vamos enhebrando las palabras escritas para hacernos otro.

Ocurre con frecuencia cuando uno es joven, muy joven, y pretende ser escritor, sólo escritor, y ejecuta con torpeza sus primeros cuentos, tomando prestada la voz del que acaba de hablarle. Si lee a Borges, escribe como Borges. Si lee a Cortázar, escribe como Cortázar. Esto se ha visto muchas veces, no voy a insistir. A mí, que a estas alturas ya tendría que haber encontrado las sólidas esquinas de un territorio propio, aún me pasa. Vengo de haberme leído La ocasión, de Juan José Saer, lleno de frases largas que se demoran en infinitos detalles, en obsesivas observacio­nes, poblado de cielos grises y de veredas blancas y de horizontes verdosos. Los libros no sólo nos trasladan a otro mundo; nos convierten en ese mundo.

El centro de La ocasión es la duda. Un mentalista de orígenes brumosos huye de Europa al centro de Argentina. Allí conoce a una joven con la que entabla una relación, y a un médico del que sospecha, tras un dudoso encuentro, que aprovecha sus

Todos acumulamos el peso de nuestras incertidum­bres. Y nos encantaría que, antes de irnos, nos contaran lo que pasó

ausencias para frecuentar­la. Es esta duda lo que se narra, todas sus derivas y retorcimie­ntos. Lo demás son ropajes con cuyos pliegues se adorna y se oculta a medias esa oscura semilla.

Durante todo el libro Bianco, el mentalista, convive al dudar con los cientos de pasados y futuros posibles que podrían disolver, como la llave que abre una caja que no queremos del todo abrir, sus crecientes delirios. Es una situación desesperan­te. La duda supera a la certeza, nos decimos, es mejor asumirla y buscarla, nos decimos, hasta que caemos en la duda. Entonces comprendem­os que lo que menos soportamos es no comprender.

Todos acumulamos el peso de nuestras incertidum­bres. Y nos encantaría, tal vez no a todos, que antes de irnos, ante nosotros, se presentara­n todos los que una vez contribuye­ron a ellas, nos contaran lo que pasó, se deshiciera­n de sus máscaras y sus hábitos y nos sonrieran, como hacen los actores que, dejando atrás los rostros y las voces de los personajes que encarnaron, saludan y se inclinan y sonríen cuando las luces vuelven y la obra acaba. Que hablaran como las tibias entrañas a los arúspices. Porque en cada boca habita un fantasma, esperando habitarnos.

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