Diario de Sevilla

Tiernos bárbaros

Nórdica publica una recopilaci­ón de relatos hasta ahora inéditos de Bohumil Hrabal, en los que el gran escritor checo muestra ya su extraordin­ario talento como contador de historias

- Ignacio F. Garmendia

Frente a futuras obras maestras como Trenes rigurosame­nte vigilados (1965) o Una soledad demasiado ruidosa (1977), por citar nuestras predilecta­s, aunque todas las de Bohumil Hrabal merecen la calificaci­ón de extraordin­arias, los relatos reunidos en Señor Kafka tienen la cualidad de mostrarnos al escritor en su primera etapa, un Hrabal más confuso y atropellad­o pero igualmente brillante, que refleja bien las inquietude­s experiment­ales y la disidencia estética en una época que pese a su oscuridad, comparada con la más severa y represiva que le sucedería, recordaba con nostalgia. Podemos hacernos una idea precisa del contexto gracias a la excelente biografía de Monika Zgustova, Los frutos amargos del jardín de las delicias, y también por el hermosísim­o homenaje que Hrabal rindió a su antiguo compañero de correrías, el pintor y poeta Vladimír Boudnik, en Tierno bárbaro, pocos años después de que este se suicidara, en diciembre de 1968, tras la entrada de los tanques soviéticos en Praga. El espíritu libérrimo de su cómplice y amigo, como él obrero metalúrgic­o, bebedor despendola­do y excéntrico partidario de la felicidad, sobrevuela estos relatos que en varios casos tienen como escenario la mítica acería donde ambos trabajaron un tiempo – la bella Poldi que da título al último de ellos– y reflejan muy bien su poética compartida. “Ser libre –leemos en el primero– es una alegría”.

Lo escribe Hrabal, ahí está la gracia, en un país esclavizad­o. Las alusiones a la Guerra de Corea o las tensiones en torno a la bomba atómica permiten fechar los relatos a comienzos de los años cincuenta, o sea en el periodo en que la llamada Tercera República no había adoptado aún la definición oficial de socialista, pero estaba de hecho regida, desde el golpe del 48, por las directrice­s emanadas de la URSS. La Praga más bien atormentad­a que aparece en estas páginas, protagoniz­adas por la gente rara que da título a otro de los relatos, es una ciudad que “gime en el río con las costillas rotas”. Quedan atrás los tiempos aciagos del Protectora­do nazi, al que se alude en alguna ocasión, pero sus consecuenc­ias son todavía visibles: “Han pasado un montón de años desde que acabó la guerra y sigue habiendo infinidad de chatarra”, acumulada en los montones de los que se alimenta la fábrica, a los que van a parar también los cristos, los ángeles y las “cruces oxidadas” de los cementerio­s rurales. La crudeza escatológi­ca no ahorra menciones a borrachera­s, vomitonas o mamporros, en un registro masculino –“aquí no folla ni Dios”– que lleva a uno de los personajes a añorar los encantos de las prostituta­s austrohúng­aras, pero la irreverenc­ia, el fondo evidenteme­nte subversivo, tienen sobre todo una connotació­n política.

La burla de la autoridad es en efecto un elemento común a los relatos, que parodian la retórica oficial –“¡Honremos el trabajo!”– y la jerga política de los comisarios, el celo y las ridículas atribucion­es de los “encargados de seguridad” o las acciones de propaganda, como los concursos artísticos –“la de estatuas que ha habido en Praga en casi mil años”– o las películas que mostraban a obreros ideales. Más que escéptico ante los logros de la “nueva era”, Hrabal enfrenta los discursos grandilocu­entes a la proverbial sagacidad del pueblo llano, reflejando lo que él mismo llamó las “habladuría­s de la gente” y su lúcida desconfian­za hacia las mayúsculas. “El mundo de hoy en día no es fácil para un auténtico camarada”, dice otro personaje, y es difícil creer que sus sacrificio­s se orienten a la “mayor gloria de nuestra nación”. Hay belleza en la fábrica, donde los miembros de las brigadas de trabajo –polvo, sudor y hierro– están separados de las presas, vigiladas por guardianes, pero no espacio para las consignas embelleced­oras.

Hrabal se sirve aquí de una escritura surrealiza­nte, pródiga en imágenes alucinadas que bordean a veces el nonsense, como vehículo para mostrar una realidad dura, recreada en tonos satíricos o farsescos. Disfrazada de extravagan­cia, la rebeldía implícita de los personajes –o la blanda y cómica obediencia de otros– se correspond­e con una prosa igualmente transgreso­ra que encadena los disparates, los chascarril­los, las procacidad­es, de un modo aparenteme­nte ingenuo o brutal, según los casos, aunque también haya espacio –“la cosa va mejorando en las esferas intelectua­les”– para una ironía de trazo sutil, no menos disolvente. Es un Hrabal más barroco, aunque siempre lo fuera, en el sentido de más oscuro o retorcido, que recurre al espejo deformante y bebe directamen­te de las vanguardia­s, antes de depurar el estilo sin renunciar a su marca –el humor, la exuberanci­a verbal– ni perder la fidelidad a sí mismo. También hay, en fin, retazos de ese lirismo fabril, asociado a las máquinas y los trabajos manuales, que tanto el narrador como su íntimo Boudnik, hombres de acero, celebraron con devoción no fingida.

Señor Kafka. Bohumil Hrabal. Trad. Patricia Gonzalo de Jesús. Nórdica. Madrid, 2023. 156 páginas. 19,50 euros

Barroco. Hrabal recurre al espejo deformante y bebe directamen­te de las vanguardia­s

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Bohumil Hrabal (Brno, 1914-Praga, 1997).

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