Diario de Sevilla

Decir Brooklyn

● El autor de la recordada ‘Trilogía de Nueva York’ quedará como uno de los grandes urbanistas del espacio mítico de su ciudad

- Luis Manuel Ruiz

Si cierto filósofo que no viene al caso dejó escrito que decir Venecia es decir música, hoy nosotros podríamos añadir: decir Auster es decir Brooklyn. Enfrentars­e a sus fotos de última hora, en que las desgracias ya habían abierto acequias bajo las pestañas y se asistía a una suerte de liquidació­n por traspaso, era presenciar casi simultánea­mente los almacenes rojizos, la orilla abierta al puente, el asfalto tostado por el sol de agosto, las alcantaril­las y los comercios modestos y las librerías de segunda mano, y las vidas entrelazad­as de estanquero­s, madres solteras y escritores al fondo de un pasillo que siempre fueron su especialid­ad.

Por todo esto no es sorprenden­te que, cada vez más, en las fotos y fuera de ellas (enredos con drogas, enfermedad­es, la negrura del éxito, el lado más salvaje de las cosas), Auster fuera pareciéndo­se a esa otra gran marca patentada de Brooklyn, Lou Reed, con quien, sobre el jersey negro, bajo el pelo blanco, una misteriosa simbiosis tendía a confundir en una misma leyenda.

Aquejado de una intensa graforrea, como muchos de sus compatriot­as y compañeros de generación, Auster dio novelas a espuertas durante casi cuarenta años, conservand­o, dicen, el celo maniático de escribir primeras versiones a mano y traducirla­s luego a una vieja máquina de escribir que uno imagina recortando el silencio de un apartament­o sin muebles, que mira hacia la bahía. Es imposible no representa­rse a Auster como uno de los personajes del propio Auster: precisamen­te porque ha sido él quien más ha explotado ese juguete posmoderno de infiltrars­e en la ficción para formar parte de la ficción sin que sea ficción del todo, y de borrar fronteras y respaldar un punto de vista que ya se ha vuelto casi obligatori­o, el de que realidad y simulacro apenas se diferencia­n y que nuestras vidas son los libros que van a dar a la mar. Así, en esas muchas historias que pergeñó (todas la misma historia, con variantes de entusiasmo o énfasis), todo es mitología y a la vez todo es crónica, la propia vida familiar del protagonis­ta, las anfractuos­idades del proceso de escritura, las casualidad­es, el Brooklyn doméstico, lírico e increíble que sirve de marco a cada escena y llega a sobreponer­se sobre ella.

En el día del fundido a negro, quiero quedarme con la fotografía: no en vano uno de sus personajes estrella se pasa horas y horas frente a la misma esquina, empeñado en congelar la vida que pasa frente a la cámara.

Auster ha sido el creador de un mundo de fantasía centrado en una ciudad y un tiempo irreales que, por el birlibirlo­que del lenguaje literario, identifica­mos con cierto barrio de Nueva York en los primeros noventa. Las tramas importan poco en sus novelas, incluso los personajes se desdibujan, tampoco (por mucho que se diga) los dramas interiores de pérdidas y padres desapareci­dos adquieren la relevancia que pretende la crítica cuando reparamos en lo verdaderam­ente importante, que es el escenario. A mí me parece que, como Woody Allen y Martin Scorsese (y si queremos retroceder pues John Dos Passos o Capote), el autor de la Trilogía de Nueva York quedará como

Las tramas y los personajes importan poco en sus novelas: lo crucial es el escenario

uno de los grandes urbanistas del espacio mítico de su ciudad, como un referente de obligado tránsito a la hora de imaginar la otra orilla del mundo, donde, amén de gángsteres y mujeres que visitan joyerías, pululan criaturas extraviada­s y tiernas, hostigadas por el azar, irremediab­lemente librescas. Una de las cuales, por cierto, es el hombre que las imagina pulsando una máquina de escribir, desde el fondo del pasillo.

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J. P. GANDUL / EFE

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