Diario de Sevilla

SOBRAN LAS EXPLICACIO­NES

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EN los pocos cursos de escritura a los que he ido se insistía siempre en que el escritor debe mostrar las cosas, no contarlas. No debe sorprender­nos, porque la vida es así. Sabemos que alguien está triste porque lo vemos triste, porque algo en su forma de moverse o de mirar o no mirar, de dudar o de callarse nos lo indica. Si alguien está nervioso, suda o se agita. Si sufre un desamor, mira intensamen­te a los enamorados.

Hovik Keuchkeria­n ha dicho esta semana que lo primero que hace cuando recibe un guión es tachar acotacione­s y comentario­s

Una fugaz e iracunda polémica ha alumbrado vanamente nuestras conciencia­s y cuentas

innecesari­os. No me apetece discutir sobre la capacidad del actor o del lector para dar vida a un texto, para encarnarlo, para darle su forma final y única, ni citaré a Barthes o a Eco o a quienquier­a que los más entendidos invoquen para fortalecer sus argumentos. Como todo en las redes, que en nada se deberían parecer a la vida y cada vez la modifican más a su arbitrio, una fugaz e iracunda polémica ha alumbrado vanamente nuestras conciencia­s y cuentas.

Uno de esos tuiteros que quiso aportar su grano de arena a este desierto de lo virtual compartió unas palabras de Guillermo del Toro, que con su voz nasal mexicanísi­ma se refirió a una concisa y brillante lección del guionista Jaime Humberto Hermosillo: “Todo el adjetivo que se utiliza en la página de guión tiene que ser comprobabl­e por la cámara o el sonido”. Y continúa: “Hay guiones muy malos que dicen: ‘Juan entra en la habitación, claramente abrumado por su pasado, del que no puede escapar’. No mames. ¿Vas a filmar a Juan entrando al pinche cuarto? ‘¿Y tu pasado, Juan? Lo dejé en la casa”.

En la literatura, cuantas menos explicacio­nes, mejor. La maravillos­a novela Desierto sonoro, de Valeria Luiselli, también mexicana, concluye con un prolijo apartado de referencia­s intertextu­ales que, con precisión de relojero, repasa los otros autores que, vivos o muertos, contribuye­ron con sus textos al suyo. Y se nos queda como un postre torpe, una baba seca de citas más muertas que vivas que alguien se olvidó de limpiar, despojadas de su contexto y del calor de las otras palabras que las envolvían y les daban un sentido más rico, una identidad más compleja.

Esa rendición de cuentas que nadie había pedido me recordó a la escena final de Psicosis, cuando un experto, no sé si médico o forense o policía, detalla el cuadro clínico de Norman Bates, sus motivacion­es, sus orígenes. Me habría encantado tachar esa escena con los trazos gruesos de Hovik. Pero si en la vida se pudieran hacer estas cosas, tal vez no andaríamos escribiénd­olas.

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