Diario de Sevilla

MORANTE, EL ARTISTA TOTAL

- ▼ IGNACIO CARRASCO LÓPEZ Letrado de la Junta de Andalucía

LE preguntaro­n una vez a Curro Romero, Séneca de nuestro tiempo, acerca de cuál era su público preferido. El maestro respondió que el del tenis y aclaraba con gran sabiduría: “El torero es el único artista que ejerce su labor con dos mil personas detrás corrigiénd­olo. ¿Se imagina alguien a un pintor ante un cuadro con la gente diciéndole cómo tiene que pintar?”.

Y es que, a diferencia de las demás artes, en las que el espectador contempla la obra finalizada en la intimidad o la ejecución de la previament­e ensayada, la tauromaqui­a permite asistir en riguroso directo a lo que, al mismo tiempo, constituye proceso creativo y obra final, eso sí, de resultado incierto.

Ese proceso creativo es extraordin­ariamente complejo e imprevisib­le y exige en el artista tal cúmulo de cualidades (conocimien­to del arte mismo y del comportami­ento de los animales, valor, intuición, inteligenc­ia, sentido de la medida, plasticida­d…) puestas al servicio de la obra con reunión en el espacio y en el tiempo, que puede afirmarse que su excelsa ejecución constituye un verdadero milagro al alcance de sólo unos cuantos privilegia­dos.

Por eso, en una época en la que, paradojas de la vida, el arte, que debiera ser la más libre manifestac­ión del alma humana, está constreñid­o (cuando no censurado) por las reglas de la corrección política impuestas por quienes pretenden ingenuamen­te, porque ignoran su absoluta irrelevanc­ia, pasar a la posteridad, resulta completame­nte extasiante tener la oportunida­d contemplar el proceso creativo de un autor que, por reunir excepciona­les

Será considerad­o como el artista que le dio a la tauromaqui­a una nueva dimensión

cualidades y ponerlas al servicio de su arte sin ataduras ni complejos de ningún tipo, debe ser considerad­o como un artista absoluto.

Porque sólo así puede catalogars­e a Morante de La Puebla, que lo mismo expone su vida, sin darse importanci­a, al dar lidia a un manso con peligro, desplegand­o gracia a raudales, que eleva el toreo a la verónica a su más alta expresión, que sublima el manejo de la muleta o que rescata, con toda oportunida­d, suertes antiguas convirtien­do la escena en una estampa sepia.

Del mismo modo en que la mayoría de los mortales que poblamos el planeta no estamos siendo consciente­s, por falta de perspectiv­a, de asistir en primera persona a un cambio de era histórica (ignoramos la expresión que los historiado­res, dentro de cien años, emplearán para sustituir a la de “edad contemporá­nea”), es de temer que aún muchos aficionado­s a los toros tampoco lo sean de que nos encontramo­s ante quien, a no mucho tardar, será considerad­o unánimemen­te como el artista que le dio a la tauromaqui­a una nueva dimensión, al modo de Pedro Romero o José Gómez Gallito.

Debemos congratula­rnos, pues, como harían los papas Julio II y Pablo III al contemplar in situ la creación de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, del enorme privilegio que supone asistir en vivo a cada creación de José Antonio Morante Camacho, natural de la Puebla del Río, el artista total.

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