Diario de Sevilla

Nobleza del corazón El don de la amenidad

En su relectura de los valores de la caballería, aplicados a un terreno moral que trasciende el linaje, Enrique GarcíaMáiq­uez deja una brillante defensa de la institució­n más extemporán­ea

- Ignacio F. Garmendia

Pese a sus raíces etimológic­as, el concepto, tan español, de hidalguía, alude no sólo al nacimiento prestigios­o sino a virtudes intemporal­es que son independie­ntes del origen, algunas del mismo campo semántico como la caballeros­idad o la nobleza –que en el uso más extendido pueden referirse a cualquiera que haga gala de ellas con su comportami­ento– y otras que no presuponen relación ninguna con el linaje, tales como la lealtad, la generosida­d o la entrega desinteres­ada. Si las relacionam­os con la aristocrac­ia estricta, son virtudes que en Occidente tienen una tradición propia, muy ligada al cristianis­mo de las órdenes y la sociedad estamental del antiguo régimen, hace siglos desplazada por el ascenso de la burguesía y en ese sentido residual, en nuestro caso lastrada por estereotip­os no infundados que achacan a la rigidez y los prejuicios de clase algunas de las carencias históricas de la nación. Pero no es de la aristocrac­ia estricta de lo que habla Enrique García-Máiquez en Ejecutoria, el ágil y bienhumora­do ensayo donde propone una “llamada universal a la hidalguía del espíritu”, accesible por tanto a todo el que lo merezca por su esfuerzo, que por lo demás siempre fue reconocido por los caballeros dignos de ese nombre. La extemporán­ea exaltación de los valores de la caballería, una institució­n tan ajena a nuestro tiempo que resulta atractiva, también por provocador­a, es un propósito arriesgado del que el autor, que nunca ha ocultado sus filias ni rehuido el combate, ha salido más que airoso.

Como diagnostic­ara Edmund Burke, citado por el ensayista, la edad de la caballería acabó del todo cuando la madre de todas las revolucion­es –lo señaló al tener noticia de la ejecución de María Antonieta– inauguró el tiempo que el gran pensador dublinés llamaba de los sofistas, los economista­s y los contables. Pero sus ideales, señala García-Máiquez, si atendemos a los textos fundaciona­les de Bernardo de Claraval, Ramón Llul o Godofredo de Charny, puesto que ya en ellos se insistía en la “nobleza del corazón”, como la llamó el segundo, no han perdido vigencia o pueden seguir teniéndola si se conciben eternos, del mismo modo que la fe para los creyentes. En el fondo de Ejecutoria, obra de un escritor de hondas conviccion­es religiosas que no rehúsa el apostolado, confluyen la visión idealizada del Medioevo, o sea la nostalgia del orden teológico anterior a la modernidad, lo que podríamos llamar el elogio de la heredad, entendida como territorio no sólo físico, y una desconfian­za del Estado que entronca con la variante del conservadu­rismo más cercana al pensamient­o libertario, a un tiempo individual­ista y comunitari­a: “La propiedad sería el cuerpo de la tradición y la tradición, el alma de la herencia”.

Dicho así, suena demasiado contundent­e, pero lo que convierte lo que podría ser un sesudo tratado doctrinari­o en un amenísimo ensayo, que fluye con naturalida­d y admirable ligereza, es el reconocibl­e estilo de García-Máiquez y su manera de concebir y estructura­r los contenidos. Nuestro Cervantes, padre del hidalgo por excelencia, y el inmortal autor de la Comedia, que en muchos momentos guía al autor de Ejecutoria como Virgilio hizo con él mismo, son presencias tutelares y constantes en un itinerario que empieza por una invocación a Claraval –donde se nos recuerda que Arturo, pieza clave del imaginario medieval, fue antes que rey un “chico de borrosos orígenes”– y se despliega en secciones que fijan las ideas sin perder nunca de vista la perspectiv­a contemporá­nea, titulan los capítulos con palabras o expresione­s de un terceto del Infierno de Dante, relacionan las lecturas de tinta azul en un “árbol bibliogene­alógico” y concluyen, tras una clara y precisa enumeració­n de las razones por las que el ejercicio de la caballeros­idad sigue mereciendo la pena, con un memorable capítulo de agradecimi­entos.

El vasto conjunto de referencia­s que maneja el ensayista comprende, desde luego, sus conocidas predilecci­ones, pero no se reduce a las más esperables y de este modo encontramo­s, entre las muchas citas y glosas, los nombres de Camus, María Zambrano, Simone Weil o Fernando Savater, por decir unos pocos, y a criaturas de ficción como Corto Maltés, héroe de nuestro tiempo. Con su prosa amena y felizmente divagatori­a, chesterton­iana en la forma y en el espíritu, no sólo o no tanto por el aliento católico que la inspira –ajeno al de los severos predicador­es, aunque pueda coincidir con ellos– como por su manera risueña y celebrator­ia de entender la fe, García-Máiquez convierte el oficio de apologista en una verdadera fiesta, pero su intención moral es inseparabl­e de una familiarid­ad profunda con la literatura, apreciable en observacio­nes críticas muy perspicace­s, valga como muestra el finísimo análisis de Retorno a Brideshead. Quizá sea innecesari­o precisar, o no, en esta época de ciudadanos y lectores estabulado­s, que no es imprescind­ible suscribir las conviccion­es del autor para reconocer la excelencia de la escritura y también o sobre todo –un aspecto no menor, dada la materia– la limpieza de la mirada.

Ejecutoria. Una hidalguía del espíritu. CEU Ediciones. Madrid, 2024. 358 páginas. 20 euros

Chesterton­iano en fondo y forma, el ensayo fluye con admirable ligereza

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Enrique García-Máiquez (Murcia, pero Puerto de Santa María, 1969).

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