Traca final
Un cómic para paladares selectos y estómagos delicados
TODO tiene un final. Las cosas comienzan y acaban. Nada es eterno. Empiezas algo con una ilusión inusitada y, poco a poco, a base de rutina y decepciones, te vas apagando. Te consumes. Te extingues. Te amargas. Cuando no te cuidan, te marchitas, te apolillas, te hartas. A veces es cuestión de un “por favor” no escrito. De un “gracias” no pronunciado. Pero ya nadie te abre la puerta y te deja pasar. Nadie cede su asiento en el autobús para que siente una embarazada. Nadie hace nada más allá de su reducida esfera personal. Un pequeño detalle que te recuerde que los que están al otro lado se acuerdan de ti. No es mucho. Educación. Consideración. Respeto. Buenas maneras. Todas esas cosas que hemos perdido porque una legión de mastuerzos modernos considera que los modales son de un siglo pretérito.
Tengo claro que ‘El Maestro’ es todo lo contrario a lo que estoy solicitando. A esa pretendida buena educación. Es un tebeo contra los buenos modales. Es soez, es grosero y es desagradable. Es el epítome de un humor escatológico que busca tanto la sonrisa como la arcada. Un festival de lo grasiento, de lo corpóreo, de lo corrupto. Una hecatombe del regüeldo, de la bufa, del vapor que hace picar los ojos cuando un sobaco ajeno a la higiene entra en tu esfera personal. Y es aquí, justo aquí, en este viaje a las simas más profundas de lo miasmático, donde Furillo, autor genial, insuperable, sumo representante de la caspa como arte, se erige, cual divinidad egregia, como maestro de ceremonias inasible y purulento. Furillo, figura indiscutible de un arte en el que lo marrón, el pus mefítico, la sarna, la ladilla, la cucaracha, el semen rancio, la rata, la garrapata, el esmegma acartonado, la mucosa con olor a bacalao, el cerote, la flema, los hongos plantares, la roña, la mugre, el efluvio de lo lixiviado y la más pura y líquida mierda reinan supremos. ‘El Maestro’ es una hoguera de las vanidades más zafias. Un ‘más difícil todavía’ que nunca para de superarse. No es apto para todos los estómagos y, a la vez, resulta reconfortante en su falta de tapujos, límites y barreras. Es liberador. Transgresor de una forma mística en la que la carroña, en ese punto de putrefacción pestilente que agrede la pituitaria, sabe que en un estado posterior será la esencia incorruptible de todo lo que ha sido, es y será, consumida en sí misma por el proceso natural que lo transformó todo en polvo.
Dicho esto, la principal virtud de ‘El Maestro’ es que no conduce a error. No engaña. Da lo que promete. Si eres fan de Furillo, no decepciona. Es más, te acaba entregando un producto que va mucho más allá de lo que esperabas. Y eso está bien. Eso es bueno. Porque no se acomoda. No se apoltrona. Busca siempre el siguiente escalón, aunque esté lleno de heces, gusanos y liendres. Y eso es precisamente lo que te reconforta, lo que te complace, lo que hace que sonrías, aunque tu día haya sido un apocalipsis de variables incognoscibles. No es cuestión de pedir la Luna. A veces con muy poco es más que suficiente. El problema llega cuando ese poco se convierte en menos. Cuando toda la gasolina del depósito es ir tirando de voluntad y de ilusión. Cuando no recibes casi nada a cambio. Cuando no compensa. Ese es el momento de dejarlo.
Sirvan estas líneas finales para agradecer a todos los que alguna vez me han parado por la calle para decirme que me leen su silencioso cariño y apoyo. Vuestros ojos recorriendo las líneas de estos artículos alocados han sido la manta con la que arroparse en esta era glaciar del “para qué”. Si esto ha servido para que compréis alguno de los cómics de los que he hablado, entonces me considero más que pagado. Visto como van las cosas, me temo que es todo el salario al que podemos optar los que intentamos abrir ventanas culturales en medios de comunicación locales.
Sea pues. Gracias a todos, y hasta siempre. ●