Diario del Alto Aragón

El sofá cama

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En casa de una familia proletaria de los años 70 los muebles que se usaban eran prácticos. Una mesa central en el comedor, cantidad de sillas según el número de la familia convivient­e, media docena por lo general. Un mueble mural para la vajilla y otros enseres con un hueco para el televisor Marconi de 26 pulgadas porque se empezaba a tener este aparato en las casas. Las paredes forradas con papel floral aparentaba­n un salón importante. El progreso fue haciendo más cómoda la convivenci­a. Llegó el sofá de eskay, tapizado de material sintético imitando el cuero. En verano se irritaban las piernas con el roce. El sofá, de tres plazas, lo ocupaban siempre los padres, los hijos en las sillas. Éramos familia numerosa, más una sirvienta joven que había bajado de su pueblo y ayudaba en las tareas de la casa. Un día me propuso acompañarl­a a casa de una tía carnal. Residía en una vivienda sindical por Alférez Rojas. Quería que viéramos el sofá cama que se había comprado para el salón. Su tía nos recibió muy ilusionada y nos dirigió directamen­te a la habitación en donde tenía el sofá frente al televisor. El sofá era de eskay verde oscuro. Lo desplegó para enseñar que también era cama. De estructura metálica con un colchón de espuma de cinco centímetro­s y barras de hierro cruzadas. Nos animó a probarlo. Los hierros que cruzaban se nos clavaron en los costados. Me quejé y me dijo que era cuestión de acostumbra­rse. Hizo alardes de una economía saludable, plegó el sofá y nos sentamos en él las tres a ver un programa de televisión. Comentó qué cómodo era el sofá y qué bien se veía la televisión, pero no sacó ni un vaso de agua ni unas galletas maría. Nos propinó unos besos ruidosos en la cara cuando nos fuimos y nunca más volvimos.

Pilar Valero Capilla

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