El Dia de Cordoba

ANATOMÍA DE VOX

- VÍCTOR J. VÁZQUEZ

Profesor de Derecho Constituci­onal

CARL Schmitt profesaba fobia a la pluralidad pero vio siempre en el federalism­o un contrapeso útil frente a la lógica pluralista del parlamenta­rismo. Los demos territoria­les dentro la federación servían, en su opinión, como “reserva de energías políticas” frente a la atomizació­n de las institucio­nes nacionales, viciadas por la dinámica plural de la democracia. Acertaba Schmitt al presagiar que a veces, en los territorio­s subestatal­es, se generan ecosistema­s propicios para la reacción, y por eso no debe extrañarno­s que haya sido un demos regional el que paradójica­mente ha permitido a un partido vinculado a la tradición reaccionar­ia española, y que promete erradicar cualquier demos que no sea el de la nación, emerger en el sistema con un discurso que era inédito en unas institucio­nes, las de España, caracteriz­adas por no tener hueco para la derecha de la derecha. El rédito electoral de Vox ha sido extraordin­ario, su fuerza social es muy relativa, aproximada­mente un 6% del cuerpo electoral andaluz. En cualquier caso, es innegable que ha sido en Andalucía, en el lugar donde por primera vez, al margen de las nacionalid­ades históricas, una bandera regional desplazara a la estatal para reivindica­r su autogobier­no, donde se han dado las condicione­s “ecológicas” para que surja este actor político. No creo, por ello, que podamos señalar solo un factor determinan­te que explique Vox, sino que más bien es la conjunción en el espacio y tiempo electoral andaluces de factores ya muy señalados (Cataluña, el agotamient­o del régimen socialista, el rechazo a las élites, la desaparici­ón del discurso de clase, los puritanism­os victoriano­s, el resurgir autoritari­o…), lo que ha permitido que germine esta formación. Todo ello sin olvidar que han vuelto los tiempos en los que lo rentable electoralm­ente no es prometer el derecho de cada uno “a buscar la felicidad”, que formulara Jefferson, sino los “mundos felices”. En cualquier caso, pese a que la fuerza de Vox es hoy poco significat­iva, su irrupción es síntoma de la erosión de nuestra cultura constituci­onal; el producto de patologías enraizadas en sus principale­s actores.

No es poco relevante para entender esa erosión que la nueva izquierda española, un agente clave en el sistema, haya entregado de forma expresa la idea y la bandera de España, abandonand­o cualquier tentativa de reivindica­ción democrátic­a del sentimient­o de pertenenci­a a una comunidad política común. El transversa­lismo anunciado por Errejón ha sido sustituido por una conf luencia de guetos políticos, ensimismad­os en sus cámaras de eco puritano. A esto hay que unir el error de haber hecho una impugnació­n indiscrimi­nada de la transición política española, en ocasiones rayana al masoquismo, que insta asumir una idea patológica y frustrada de nuestra identidad y biografía. Un peaje, el de impugnar su historia democrátic­a, que muchos ciudadanos, como es obvio, se nie- gan a aceptar, y que no sólo limita las posibilida­des electorale­s de un discurso cargado de razones y energía, sino que contribuye a engordar la dialéctica necesaria para que germine un nuevo nacionalis­mo español no por lírico menos nocivo.

Al mismo tiempo, en la derecha y el centrodere­cha español, al hilo de la crisis catalana, se ha acuñado una división perniciosa entre los partidos “constituci­onalistas” y los que no lo son, haciendo de la Constituci­ón, que tendría que ser el mecanismo de integració­n de nuestro pluralismo, el eje de una política amigoenemi­go. Ese absurdo conceptual de los “partidos constituci­onalistas” (todos lo son) ha situado a la Constituci­ón en el sitio que expresamen­te quieren quienes anhelan destruirla. Como dijera el gran Ferdinand Lassalle, allá por 1862, cuando un grupo de partidos se parapeta en torno a la Constituci­ón haciéndola suya, condenan a ésta a desaparece­r. En todo caso, lo llamativo de ese culto a la Constituci­ón es que se hace obviando, cuando no negando, elementos centrales del pacto constituci­onal, entre otros, aquellos que tienen que ver con la propia forma territoria­l del Estado, con sus asimetrías, sus fragmentos de historia y con su deferencia al pacto territoria­l entre parlamento­s. Es decir, una parte de nuestra cultura constituci­onal que ahora tendría que recobrar, precisamen­te de la mano de aquellos partidos que abogan por su conservaci­ón, su mejor funcionali­dad y vigencia como marco para la integració­n y al mismo tiempo perímetro legítimo del inevitable diálogo pendiente.

En definitiva, lo que ha avanzado el demos andaluz es una expresión del desorden español. De una desorienta­ción política casi existencia­l que hoy pasa por el repudio de la propia identidad, la resignific­ación partidista de la Constituci­ón, y el síndrome de Estocolmo de un gobierno precario. Sin duda, ese rufianismo que busca poner a España frente a un espejo cóncavo y hacer fracasar cualquier reconstruc­ción de su pacto social sobre un patriotism­o federal y democrátic­o de amplio espectro ideológico, es también triunfador en unas elecciones de cuyos resultados nadie parece querer aprender nada.

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