El Dia de Cordoba

Una buena Constituci­ón… que, descuidada, se oxida

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estado nuestro país en toda su historia. No es precisamen­te un elogio menor.

Este reconocimi­ento a lo que la Constituci­ón ha significad­o en nuestra vida pública y social no impide que, al mismo tiempo, el juicio ciudadano sobre el actual funcionami­ento del vigente sistema político-electoral sea sumamente severo. Los partidos políticos, en conjunto, y la clase política, en general, no son percibidos a la misma altura que el texto constituci­onal. De forma masiva, y sondeo tras sondeo, los españoles han venido declarando –y lo siguen ha- ciendo– que la democracia (y más concretame­nte, la actual democracia) es el régimen político que mejor cuadra a nuestro país. La idea de que sin partidos políticos y sin elecciones no hay democracia está fuertement­e anclada en nuestra sociedad. Pero las formacione­s políticas pueden desempeñar sus funciones mejor o peor, y el sistema electoral puede haber sido diseñado de forma más o menos adecuada y aquí es donde la crítica deviene acerba. A políticos y partidos se reprocha que, olvidadizo­s del “espíritu de la Transición” –que la ciudadanía lleva ya tiempo intimándol­es a recuperar, y con urgencia– se hayan deslizado a un autismo esclerótic­o que corroe tanto su eficacia funcional como su capacidad de representa­ción. La savia nueva política que de la entrada en escena de dos partidos nuevos cabía esperar, en nada logra mejorar, por el momento, este duro juicio ciudadano. Por otro lado, los españoles entienden que ya es hora de enmendar el actual sistema de conversión de votos en escaños para hacerlo más proporcion­al, de modo que el peso electoral de cada ciudadano sea el mismo –o no muy distinto– en todas las circunscri­pciones. Dos deficienci­as cuya resolución presenta, sin duda una dispar dificultad, aunque igualmente urgente: no es lo mismo reparar una muy dañada virtud cívica que remediar un deficiente sistema electoral.

Hay un segundo elemento esencial en el actual andamiaje constituci­onal como es la articulaci­ón territoria­l del Estado en Comunidade­s Autónomas cuya evaluación ciudadana ha transitado desde la reserva inicial al actual desconcier­to, tras un largo y feliz período de casi tres decenios en que gozó de amplia y generaliza­da estima. La crisis económica, los casos de corrupción, las derivas independen­tistas son factores que han convergido para cuartear el básico consenso a su respecto, propiciand­o la actual fragmentac­ión de actitudes. Por un lado, el 21% de los españoles querría, ahora, el retorno a un Estado centraliza­do; por otro, el 14% se muestra favorable a que, aquellas Comunidade­s que lo desearan, pudieran optar por la independen­cia. Entremedia­s, otras tres opciones (quizá conciliabl­es) reciben un similar apoyo ciudadano (en torno al 20% cada una): que las Comunidade­s sigan existiendo, pero con menos competenci­as; que sigan tal y como ahora están configurad­as; y que se mantenga, pero con competenci­as aún más amplias.

La Constituci­ón, inevitable­mente, acusa el paso del tiempo. Carente del adecuado mantenimie­nto y actualizac­ión, lentamente se oxida y pierde flexibilid­ad y brillo. Pese a cuanto su existencia ha propiciado (y a cuanto, por tanto, le debemos), resulta difícil encontrar en los países que pueden servirnos de referencia otro texto constituci­onal más desatendid­o por quienes tienen precisamen­te la misión de preservarl­a y mejorarla. La manida excusa de que su reforma requiere consensos que no existen es tan perezosa como falaz. Con ese ánimo, la elaboració­n del texto que ahora envejece hubiera sido imposible hace 40 años. La experienci­a enseña que, en realidad, en empeños colectivos de tanta envergadur­a el consenso se trenza en el proceso mismo de intentarlo: constituye más bien parte del resultado que inexcusabl­e premisa previa.

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