El Dia de Cordoba

EL INFINITO

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CUANDO se estaba muriendo en un hospital de Madrid, Rafael Sánchez Ferlosio tuvo fuerzas para llamar a un amigo y recitarle por el móvil, en perfecto italiano, el poema El inf inito de Leopardi. Hay pocos poemas más hermosos que El inf inito, y más aún si lo imaginamos recitado por un moribundo: “Y así, en esta/ inmensidad se anega el pensar mío:/ y es dulce naufragar en este océano”. Leopardi no estaba hablando de la muerte cuando escribió el poema. Hablaba de la soledad y del silencio infinito del universo, pero es imposible disociarlo de la experienci­a de la

muerte. “Y es dulce naufragar en este océano”, murmuró Ferlosio con un hilo de voz, y su amigo, al otro lado de la línea, supo que aquella era la despedida definitiva.

Nadie sabe cómo va a morir, pero supongo que todos deseamos que sea de la forma más apacible posible, a ser posible como el propio Ferlosio, recitando El inf inito y sintiendo que era dulce naufragar en este océano. Y supongo que esto fue lo que pretendía el marido de María José Carrasco cuando facilitó l a muerte de su mujer, que llevaba treinta años enferma de esclerosis múltiple y ya no se podía mover. Comprendo que la eutanasia es un tema muy delicado que implica graves cuestiones morales, pero no entiendo que alguien se pretenda

atribuir el poder de decidir sobre el destino que otra persona ha elegido para sí misma en pleno uso de sus facultades mentales. ¿Tiene sentido seguir viviendo si no eres más que una piltrafa que sufre dolores insoportab­les y ya no puedes vivir sin la ayuda de la morfina? ¿Tiene sentido prolongar una agonía que te hace sufrir a ti y hace sufrir a las personas que más te quieren?

Parece evidente que no. Pero hay una obsesión de raíz religiosa –la vida está en manos de Dios– que se opone a que cada uno de nosotros elija la forma en que quiera abandonar este mundo. Nadie pretende imponer la eutanasia a los que no creen en ella. Nadie quiere obligar a los que piensan de otro modo a que actúen como hizo ese marido que suministró pentobarbi­tal a su mujer enferma terminal. Se trata simplement­e de que quien quiera hacerlo no sea considerad­o un asesino ni un delincuent­e. Y es asombroso que un país que tiene una legislació­n exhaustiva sobre los extractore­s de humo de las pizzerías o sobre las normas de los recreos escolares no tenga todavía una ley que regule la eutanasia.

¿Tiene sentido prolongar una agonía que te hace sufrir a ti y hace sufrir a las personas que más te quieren?

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EDUARDO JORDÁ

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