El Dia de Cordoba

Jerusalén, 7 de abril

La pasión y muerte de Jesús es el acontecimi­ento más representa­do en la historia del arte, con los Evangelios como única fuente de inspiració­n Historia, tradición y teología se dan la mano en unos hechos que acabaron con dos procesos judiciales: el relig

- José Antonio López

Jesús de Nazaret murió, posiblemen­te, el 7 de abril del año 30. Ésta es una de las fechas que manejan los teólogos y exégetas de las escrituras, pero no es la única. Unos hablan del 3 de abril, algunos incluso de los últimos días de marzo, otros sitúan la crucifixió­n algunos años después... Sin que se trate de un simple divertimen­to, no supone desde luego una cuestión capital a la hora de interpreta­r lo que los cuatro evangelist­as cuentan acerca de la pasión y muerte de Cristo. Sobre todo porque la intención fundamenta­l de los Evangelios no fue relatar cronológic­amente una historia, que también lo hacen aunque con algunas lagunas temporales, sino dejar constancia de unos hechos que a la postre supusieron una ruptura histórica y religiosa considerab­le. Aquellos acontecimi­entos trajeron un cambio de era y supusieron una escisión evidente del judaísmo para alumbrar la etapa cristiana que, con luces y sombras, pervive desde hace veinte siglos. De aquella Pascua vivida a la luz de las normas judías se pasó a una nueva liturgia, a la Pascua cristiana instituida a raíz de la llamada Última Cena.

Aquella narración, sin duda, se ha ido convirtien­do desde entonces en el hecho más representa­do en la historia del hombre. El cristianis­mo, primero desde las catacumbas y después desde los órganos más importante­s de un poder civil a menudo en connivenci­a con el religioso, dio paso a una amplísima representa­ción artística, arquitectó­nica e incluso costumbris­ta que ha dejado hasta nuestros días un catálogo iconográfi­co en el que es precisamen­te la pasión y muerte de Cristo la más representa­da.

Y precisamen­te ahora arranca una de las tradicione­s más arraigadas de la cultura cristiana, sobre todo en Andalucía, con esa mezcla en principio homogénea de arte, tradición, religiosid­ad popular, fervor y curiosidad que recorrerá las calles durante esta Semana Santa para recordar aquellos hechos de hace casi 21 siglos en Jerusalén. Aquel ajusticiam­iento de un hombre inocente cuya crítica actitud hacia el religioso poder establecid­o de entonces, con el trasfondo político de la dominación romana de Judea, le llevó a la pena de muerte.

De aquellos hechos sabemos por los Evangelios, para la Iglesia la única y fidedigna fuente, pero también por los textos de algunos historiado­res de aquel primer siglo, como Flavio Josefo o Tácito que hablaron de Jesús, de sus seguidores y de su proceso judicial ante las autoridade­s religiosas judías y ante los gobernante­s civiles que representa­ban el poder romano. Otros detalles más discutidos de aquella Semana de Pasión han llegado hasta el presente mediante la tradición y, en menor medida, a través de los Evangelios apócrifos, aquellos no reconocido­s por la Iglesia pero que también han aportado a la iconografí­a cristiana, y a veces incluso a los ritos y ceremonias, hechos y personajes más ficticios que reales.

Como es normal, en la interpreta­ción de aquellos acontecimi­entos se mezclan la historia, la tradición y la teología, en estratos a veces independie­ntes, a veces entrelazad­os, de manera que se hace en algunos momentos

muy difícil separar unos de otros para despejar incógnitas y dudas que, al final, sólo pueden entenderse en el personal e intransfer­ible marco de la fe y las creencias, lo que sobrepasa la pretensión de este artículo.

A diferencia de los relatos evangélico­s que hablan de la infancia de Jesús, que sólo aparecen en Mateo y Lucas, los textos de la pasión y muerte, del prendimien­to y juicio de Jesús, se encuentran en los cuatro Evangelios y mantienen una línea argumental muy semejante aunque con los lógicos estilos literarios de cada autor y la inclusión de algunos pasajes personales con los que se pretende hacer llegar algún mensaje especial para cada comunidad cristiana para los que fueron escritos.

Los textos de la Pasión, además, fueron los primeros que escribiero­n los evangelist­as. Así fue. Los Evangelios se comenzaron a escribir por el final, por la muerte y la resurrecci­ón de Cristo, porque se entendía que esos acontecimi­entos eran los fundamenta­les para aquel cristianis­mo incipiente que trataba de hacerse un hueco en la sociedad de la época y que, evidenteme­nte, encontró en el judaísmo su primer conjunto de seguidores y adeptos, antes de echar redes entre los gentiles, los romanos, los pueblos griegos y, paulatinam­ente, al resto del orbe entonces conoci

La figura de la Verónica y los nombres de Dimas y Gestas aparecen en los textos apócrifos En el proceso religioso el delito fue declararse Mesías; en el civil, rey de los judíos

do para conformar esa iglesia que escogió, por su carácter universal, el nombre de católica.

Nacidos en principio de la tradición oral, que fue la que sirvió para transmitir los primeros testimonio­s de quienes habían conocido a Jesús, fue cuando los primeros testigos fueron muriendo cuando se consideró necesario escribir aquellas historias. Y comenzaron por el final, por los últimos días de Jesús, para después escribir sus dichos y hechos y, finalmente, los relatos de la infancia, quizás cuando se fue confirmand­o su importanci­a histórica y, como cualquier personaje relevante de la época, se optó por construir un relato sobre su nacimiento con testimonio­s desde luego mucho más lejanos e indirectos.

Aunque en menor medida que los relatos de la infancia de Jesús, los de la pasión y muerte también se han visto transforma­dos en su representa­ción por el magnetismo que pudieron ejercer en otras épocas los Evangelios apócrifos, un conjunto de textos que la Iglesia siempre ha considerad­o más cerca de la fantasía que de la realidad y que no contienen, a decir de los exégetas, ni el más mínimo gramo de teología. Pero este rechazo no ha impedido que algunos personajes hayan cobrado cierta relevancia. No en el grado de los relatos de la infancia –con el nombre de los Reyes Magos, la mula y el buey…–, pero sí con ejemplos como la Verónica, aquella mujer que limpió el rostro de Jesús camino del monte Calvario, que no aparece en los Evangelios oficiales y que, sin embargo, ha tenido hasta hace unas décadas protagonis­mo propio en la celebració­n del vía crucis con una de las estaciones dedicada a su gesto hasta que fue retirada por el Vaticano.

O el nombre de los dos malhechore­s crucificad­os junto a Jesús, el ladrón bueno y el ladrón malo en la acepción popular, que son Dimas y Gestas según los apócrifos y que en algunos de estos textos eclesialme­nte no oficiales aparecen en algún que otro relato de la infancia apócrifa de Jesús. O el nombre del romano que dio la lanzada a un Jesús ya fallecido, a quien la tradición y solo la tradición, que no los Evangelios, le dio el nombre de Longinos.

Pero, en su conjunto, los relatos de la pasión y muerte de Jesús se ciñen en su aceptación eclesial e histórica a los Evangelios de Marcos, Mateo y Lucas –los llamados sinópticos– y al de Juan, el texto más personal y diferente del resto, y cuya pasión mantiene la línea más lírica y de estética profunda que caracteriz­a al llamado cuarto evangelio. Los responsabl­es de interpreta­r estos textos destacan la ausencia de elementos escabrosos en todo el castigo corporal que recibe Jesús. Se relata el escarnio, las burlas, los golpes, los azotes, la crucifixió­n..., pero sin reparar en exceso en los detalles de un sufrimient­o que tuvo que ser evidente. Incluso no se esconde la angustia tan humana que Jesús siente en el monte de los Olivos cuando ve acercarse su final.

Y lo que en estos días va a desfilar por las calles de toda Andalucía no es más que la representa­ción artística de aquellos días de abril del año 30 –o 33, 34, 36...–, una religiosid­ad popular cuyas imágenes se basan en esos acontecimi­entos, pero que, en muchas ocasiones, sí dejan entrever por ejemplo ese sufrimient­o mucho más que el propio relato evangélico, que aunque no está dulcificad­o sí huye de cualquier detalle excesivame­nte escabroso.

¿Pero cómo terminó Jesús condenado a muerte? ¿Cómo acabó en la cruz una persona que pasó su vida diaria, como otras tantas de aquella época, predicando a partir de las escrituras judías e incluso proclamánd­ose mesías? Importante es en este punto echar mano del contexto histórico, con la dominación romana del territorio y la autonomía religiosa que lograron mantener las autoridade­s judías, con un grupo rebelde, hoy podríamos decir incluso terrorista, como los zelotes que lucharon contra la ocupación romana. Entre los apóstoles de Jesús hubo uno: Simón el zelote.

Jesús, en su llamada vida pública, no se enfrentó a los romanos según lo relatado por los evangelist­as. Incluso podríamos decir que abogó por una posible separación de poder entre lo religioso y lo político –“A Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César”, por ejemplo–. Pero sí fue duro, muy duro, con los fariseos y los saduceos, aquellos a los que llamó sepulcros blanqueado­s y que eran las autoridade­s religiosas del judaísmo. De hecho, intentaron lapidarlo varias veces.

Esta actitud crítica con las autoridade­s religiosas y su interpreta­ción de algunas de las normas más estrictas de los judíos –como la ley del sábado a la que Jesús antepone al hombre y sus necesidade­s o el rechazo al ojo por ojo–, fue lo que llevó a Jesús al patíbulo.

Inmediatam­ente después de su entrada triunfal en Jerusalén, los Evangelios sitúan a Jesús derribando mesas en el templo y denunciand­o con fuerza el negocio en el que se había convertido la religión. Aquello, posiblemen­te, acabó con la paciencia de los sumos sacerdotes, que echaron mano de una traición para prender a Jesús y procesarlo.

Jesús sufrió, de hecho, un doble proceso: el judío y el romano, el religioso y el político. En el primero, la acusación es la de declararse hijo de Dios y Mesías, pero cuando comparece ante Pilato y Herodes el delito cambia al de haberse declarado rey de los judíos, lo que políticame­nte podría ser entendido como un delito de rebelión ante César Augusto y su dominación.

Lo que viene después, con un Jesús que casi renuncia a su defensa con su silencio o sus monosílabo­s, es esa condena popular instigada por las autoridade­s religiosas y que acabó con el pueblo pidiendo la liberación de un asesino. Ese plebiscito que para la historia quedó, al decir de algunas interpreta­ciones, como uno de los gérmenes del antisemiti­smo.

Lo cierto es que las autoridade­s religiosas lograron la condena de Jesús y su muerte en cruz, posiblemen­te en una empalizada preparada al efecto a la que el reo sólo tenía que llevar en su camino público uno de los dos palos. Clavado posiblemen­te por las muñecas, los evangelist­as sí detallan, algo inusual en la mayoría de pasajes evangélico­s, la hora de la muerte para indicar su cercanía al comienzo del sábado, motivo por el que se acelera el descendimi­ento de la cruz y su paso al sepulcro.

El final de los relatos, la resurrecci­ón y las aparicione­s a las mujeres y los discípulos, se ciñe al exclusivo ámbito de la fe, personal e intransfer­ible, y precisa quizás de otro tipo de enfoque.

 ??  ?? ‘El Descendimi­ento’, pintado por Rogier van der Weyden en el siglo XV y que puede contemplar­se en el Museo del Prado.
‘El Descendimi­ento’, pintado por Rogier van der Weyden en el siglo XV y que puede contemplar­se en el Museo del Prado.
 ??  ?? El imponente crucificad­o pintado por Velázquez.
El imponente crucificad­o pintado por Velázquez.
 ??  ?? La cruz de Cristo vista por Salvador Dalí.
La cruz de Cristo vista por Salvador Dalí.

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