El Dia de Cordoba

EJERCICIOS DE ESTILO

- SALVADOR GUTIÉRREZ SOLÍS

ME ha costado mucho, muchísimo, ponerme frente a la pantalla del ordenador para escribir estas palabras. Más que nunca. ¿Para qué escribir? Si me asomo medio metro y contemplo las troneras que me rodean siento pudor, rubor y estupor. También horror. A dos metros, el experto que todo lo sabe, que todo lo supo y que todo lo sabrá. El sabio, y da igual el asunto, sabio en todas las materias, de la hípica a la pesca, de la política a la ópera. Y ahora, claro, también sabio en pandemias. Más allá, el “ya te lo dije”, que es el sabio a posteriori, el de los ajos y el salmorejo, el adelantado a su tiempo, sobre todo cuando el tiempo ha pasado. No nos olvidemos del apocalípti­co –de un amarillo canario–, que cada segundo nos cuenta las bajas, mientras se vuelve a poner el termómetro y a analizar ese tosido de hace tres semanas. Todos hemos tenido fiebre y tos y 10 coronaviru­s en los últimos días. Y tenemos al idiota, con sus ejercicios de estilo a lo Queneau, esperando su lluvia de retuits, likes y al que le grita “qué bonito” desde el balcón, como si lo gritara al violinista que ameniza esta espera, para sorpresa de los vecinos. Es un idiota, a secas, no es Queneau. Con semejante panorama, qué escribir, para qué, si ya lo han dicho todo, desde la mentira hasta la hipérbole, desde la desvergüen­za hasta el abismo, desde el artificio a la soberbia. La soberbia, sí, tan presente en estos tiempos de aislamient­o y exposición. Un tiempo bipolar, de reclusión y apertura. Benditas redes sociales, gritó uno, pero algunos no deberían tener, dijo otro, y puede que los dos tengan razón. Las redes sociales guardan un cierto paralelism­o con las armas de fuego: no todos pueden tener una pistola en la mano. Habrá quién la utilice, simplement­e, para poner a prueba su puntería. Habrá quien lo entienda como un elemento esencial para su seguridad, para seguir respirando tranquilo (desconfío de quien se sienta seguro con un arma cerca). Pero habrá quien la utilice para matar. Allí, a la derecha, mire, otro francotira­dor.

Tengo miedo, sí, mucho miedo, y reconocerl­o forma parte de la terapia. Lloro todos los días, varias veces todos los días. Y eso no me convierte ni en mejor persona ni en un blandengue. Solo es la representa­ción de un hombre que tiene miedo, asomado al abismo. Me esfuerzo cada día en aferrarme a una rutina que actúe como venda o como látigo. Seguir la zanahoria, que la rueda del molino no deje de girar. Una vez alguien me dijo que lo realmente fundamenta­l es no bajarse nunca de la noria. A ratos, cerca del cielo, a ratos a ras del suelo, pero siempre subido en la noria. Tal vez sea esa la definición más exacta de la vida. O tal vez esa sea la definición que pretendemo­s aplicar a nuestra vida, que parece lo mismo y no, tiene sus diferencia­s.

Mantener la cabeza fría, nos dicen, y yo me repito, y eso que prefiero no comprobar si la tengo fría o caliente vaya que descubra la temida fiebre. Todos hemos tenido fiebre. Y suena el despertado­r, y vuelvo a escribir cafetera y mantra. Un nuevo día, tal vez de menos, esa es la esperanza.

Unos días atrás, abominé de los memes y de todos los chistes y gracietas que nos llegan al móvil. Me arrepiento de aquello, qué confundido estaba: los memes salvan vidas. Con todo lo que hemos hablado de los límites del humor, que hemos convertido en un atentado a la libertad de expresión –hasta los mismos de tanta corrección y tanta patochada–, para acabar siendo todos unos irreverent­es, entregados a reírnos a carcajadas de esta tragedia que nos asola. ¿Hablamos ahora de los límites del humor? En momentos como los de ahora, debemos agradecer, y mucho, que el humor no tenga límites. Como tampoco los tiene el amor, que siempre nos salvará, hasta del abismo más profundo y cercano. Tal vez sea esa la receta, amor y humor, y luego usted añada los ingredient­es que más le gusten o convengan, como a esos gintónics de moda a los que nos falta añadirles fideos y un hueso de jamón. Al gusto del consumidor. Un ejercicio de vida, que no de estilo, aunque nos quedemos sin likes, sin retuits y hasta sin aplausos desde los balcones.

Tengo miedo, sí, y reconocerl­o forma parte de la terapia. Lloro todos los días, varias veces todos los días. Y eso no me convierte en mejor persona

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