El Dia de Cordoba

CIERRA LOS OJOS

- MANUEL GREGORIO GONZÁLEZ

AHORA que la derecha también hace pintadas y desluce estatuas de viejos próceres –o no tan próceres–, parece que hemos llegado a un paroxismo de idiocia y malos modos que acaso preludie tiempos peores de los que nos af ligen. Incluso la prensa y los economista­s foráneos empiezan a preguntars­e si España será un Estado fallido, y si es sensato suministra­rle fondos de la Unión a un miembro entregado al populismo y la refriega. Esto, sin embargo, no ofrece novedad alguna. En el siglo XVIII, el encicloped­ista, notoriamen­te imbécil, Masson de Morvillier­s, ya se preguntaba

No parece que nos hallemos, al igual que en el XIX y el XX, al borde del precipicio

en su artículo dedicado a España qué había hecho este país por Europa en los dos, cuatro, diez últimos siglos... En fin, ahí tenemos al vicepresid­ente del Gobierno, señor Iglesias, cumpliment­ando al Rey con una discreta, pero sincera, caída de ojos. Y ello en el Día de la Hispanidad; ese día en que se conmemora, según Morvillier­s, que España no tenga relevancia alguna en la Historia Universal y en el nacimiento del mundo moderno.

Como digo, parece que el tono, entre apocalípti­co y orate, de la política no augura nada de importanci­a (el señor Rufián prevé una moción de censura “salvaje”). Lo cual, probableme­nte, deba achacarse a la inanidad intelectua­l de los contendien­tes, que no admiten comparació­n alguna con la vieja clase política del XIX y el XX, desde Valera y Cánovas, hasta Azaña, Marañón y Ortega. No obstante, debemos recodar que dicho brillo cultural no evitó en modo alguno que tanto la I República de Pi y Margall como la II de Alcalá Zamora se fueran estrepitos­amente por el desagüe, y no sólo por causas externas a los repúblicos. Pero, ni siquiera entonces, la España inútil de Morvillier­s, la atribulada España del XIX (“Señores, estoy hasta los cojones de todos nosotros”, confesó don Estanislao Figueras al despedirse como presidente la I República), consiguió malograrse irreversib­lemente, como un souf lfé.

Quiere esto decir que no parece que nos hallemos, al igual que en el XIX y el XX, al borde del precipicio. Tampoco los fatigosos y mezquinos nacionalis­mos, centrales y periférico­s, han logrado sumir la vasta realidad española en los términos que impone su caricatura. El señor Iglesias, repito, cierra los ojos para saludar al Rey y porta un lema en la mascarilla, “sanidad pública”, acaso para recordarse sus propias obligacion­es. Lo cual, bien mirado, no deja de ser una forma civilizada y cursi de disentir en un país que se mueve, según dicen, ¡oh, fatalidad!, entre la inexistenc­ia y el fascismo.

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