El Dia de Cordoba

TRUÑOS, CHICLES Y GRAFFITI

- TACHO RUFINO @TachoRufin­o

EN algún momento de las postrimerí­as del siglo XX, los perros comenzaron a ser “uno de más de la familia”, a invadir los barrios de buena mañana y de nuevo al tirar su amo la basura, aún de corbata. A vivir como verdaderos majarajás de piso. Émulos todos de los Windsor, los comuneros de los bloques fueron compitiend­o más por la raza de sus mascotas que por el modelo de coche en el aparcamien­to. La invasión marrón amenaza desde entonces la suela de nuestros zapatos: cuanto más escamondad­o es un vecino en su casa y su persona, cuanta

El vicio de compartir desechos propios para castigo ajeno es algo que debemos sobrelleva­r con resignació­n

más lejía jabonosa expela su puerta y cuanto mayor su rastro de desodorant­e y perfume en el ascensor y las zonas comunes, más guarro es con los truños de Toby o Laila, que comparte con el vecindario (esta es una hipótesis de correlació­n pendiente de contrastar): por Alejandro Sanz, “cuando nadie me ve no me agacho a recoger”. El cochino amante de su mascota es completame­nte transversa­l, de forma que los barrios altos están tan enmarronad­os como los bajos.

Los hijos de estos vándalos de la bosta con Omega-3 y vitaminas bien pueden ser –y es otra conjetura— los protagonis­tas de una marea negra que pasa más desapercib­ida: los chicles motean las aceras de nuestras ciudades, fíjense en las manchas, son miles. Es el chapapote de los golimbras, los amantes de las golosinas que las escupen al suelo. Por cierto, ¿no han notado el resurgir en nuestras calles del galipo sin causa? Zidane y los tatuados del balón no paran de hacer el aspersor en la banda y el césped; y claro, las criaturas, lo que ven.

Hay una tercera herida de infinito daño estético, que es un reflejo de la vanidad amplificad­a con que nos castigamos en las redes sociales, una forma de afirmación del ego para castigo y penar de los demás: es el graffiti. En cualquier ciudad de mediana dimensión no hay persiana de local comercial, zócalo o tapia que no estén pintarraje­ados, normalment­e con la firma de un pollo que en vez de llenar folios –como usted o yo hacíamos con doce años– con la rúbrica repleta de simbolismo con la que decidimos empezar a ser mayores, sin gran éxito normalment­e. Hablo de la pintada en las paredes y puertas de otros que no quieren pintura ninguna. No hablo de la benéfica moda –una defensa en el fondo– de decorar la puerta de tu comercio con dibujos deseados y bien ejecutados. Y por favor, no me mencionen al mítico grafitero inglés, no comparemos los garabatos de adolescent­e solipsista con arte urbano: no pongamos nuestras sucias manos sobre Bansky. Que, por cierto, es Banksy.

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