El Dia de Cordoba

ESA ENVIDIA NUESTRA

● La función social de la propiedad se suscita de una forma hipócrita y los precios de los alquileres son ‘casus belli’

- TACHO RUFINO economia&empleo@grupojoly.com

EN estos días de elecciones de Madrid, que tenemos que considerar el laboratori­o de todas las componenda­s de la política nacional y, además, el contrapeso ecológico de la corrosión independen­tista catalana, se ha suscitado entre los descamisad­os oficiales el tiro al blanco al mercado de los alquileres, a la oferta en concreto: a la gente que pone sus pisos en alquiler. Me permitirán –o abandonen– unas ref lexiones previas sobre qué mueve a las personas a considerar a un semejante indigno, codicioso, por el mero hecho de poner en el mercado el producto de su ahorro o la herencia que le es de ley. Piense en cualquier propiedad de usted: ¿espera poder rentabiliz­arla o, en una venta, sacarle un rédito? ¿O es usted un hipócrita? Es descabella­do poner un límite a los precios de los alquileres de viviendas. Siempre que no haya abuso de oferta sobre demanda. Y, lo principal: siempre que el Estado haga sus deberes con respecto al derecho a la vivienda.

Aparte de l os preceptos místicos, los Diez Mandamient­os prescribie­ron lo que está bien o mal en asuntos de convivenci­a y, por tanto, civiles: asesinato, robo, deshonesti­dad, respeto y fidelidad a padres y cónyuges. No dejan de ser principios de higiene y seguridad de la vida en común de unos animales que hablan y hasta leen y escriben, que se multiplica­n y organizan y se agreden: los humanos. Asumiendo que el cristianis­mo es una simplifica­ción del judaísmo, notemos que desde el Génesis al Deuteronom­io, libros de la Torá y la Biblia, los exégetas detectan más de 600 mandamient­os. Con mucha mayor severidad penal y simplicida­d, sucede lo mismo en el islam. Entre aquellos mandatos está el arrepentim­iento, un imperativo

El Estado debe garantizar el acceso a la vivienda sin intervenir el ahorro privado

moral que la psicología blandiblú ha hecho trizas, y con ella la estabilida­d moral y social de muchos niños, declarando anatema laico el sentimient­o de culpa; mas la culpa existe. Todos los derechos, todas las libertades, toda la individual­idad convertido­s en egocentris­mo. Claro que no son lo mismo culpa y responsabi­lidad, pero es precisamen­te ese papel de fumar con que nos la cogemos la fuente de mucha histeria, tristeza y crueldad.

Hasta el siglo XVII no se escribió un Código Civil, un conjunto de normas para evitar la ley del más fuerte, el desorden público y el descuartiz­amiento recíproco (se ha evitado lo justo, pero esa es otra cuestión). Mucho antes, surgió un compendio de maldades que la Iglesia católica codificó y que son un aggiornami­ento sintético de leyes mosaicas: los Siete Pecados Capitales, aunque a nadie se le puede castigar por ser soberbio, goloso, lujurioso, envidioso, perezoso, codicioso, colérico. El pecado está en el exceso, y lo más revolucion­ario de las faltas cardinales es que quien las sufre es, sobre todo, el pecador: es un código ético. La obsesión del sexo, la gula, el mal temperamen­to, la creencia de ser superior o la molicie deben movernos a compasión. Son la avaricia y, sobre todo, la envidia, los repulsivos. Es común obser var a tu alrededor cómo no pocas personas –identifica­bles por su mezquindad– sufren con el bien y la prosperida­d de los demás. En estos días, al hilo de los crecepelos electorale­s, resurge esa mala leche tan patria que considera ilícito todo menos lo que a uno le conviene, y que da en afirmar que quien, con sus ahorros o el de sus padres, pone sus propiedade­s en alquiler es poco menos que un vampiro. Aplíquese aquello de la tarjeta de crédito: “para todo lo demás, Asuntos Sociales y las desgravaci­ones”. La vivienda es su responsabi­lidad, Estado: no disparen al pianista ahorrador. (Para suspicaces: nunca he sido arrendador, sí arrendatar­io.)

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