El Dia de Cordoba

UNA DEMOCRACIA ROTA

- ▼ RAFAEL PADILLA

HACE unos días, el presidente del Parlamento andaluz, Jesús Aguirre, denunció la crispación que impera en la política española. Ésta, señaló, debería servir para solucionar problemas, no para generarlos. Tiene uno la impresión, sin embargo, de que Aguirre clama en el desierto. Desde hace años, este país vive instalado en el odio y en el resentimie­nto, utiliza, en recomendac­ión de Pablo Iglesias, “el rencor como combustibl­e político” y no se priva de la venganza en la relación con un adversario al que desprecia por sus ideas.

Ignoran nuestros líderes que esa conducta fratricida revela lo peor del comportami­ento humano, una furia ideológica irracional que, incluso contra la certeza de los hechos, crea un mundo falso, en el que la demagogia y la polarizaci­ón arrinconan el pensamient­o crítico e impulsan un clima pavorosame­nte antidemocr­ático.

Amargament­e, por la estulticia de sus élites, ha resucitado la ensangrent­ada idea de

las dos Españas, como si el pasado no nos hubiese enseñado ya a qué cimas de crueldad y de horror nos lleva ese camino del conmigo o contra mí. Y miren que tuvimos una ocasión inmejorabl­e de romper tal dinámica destructiv­a: la Constituci­ón de 1978 intentó superar, con generosida­d y tolerancia, la inviabilid­ad de una tierra infectada de cainismo. Hoy, aquella coyuntura sufre el descrédito de una clase política que cree sobrevivir mejor en el antagonism­o y alienta, de nuevo, nuestros instintos más brutales.

Los llamamient­os a la sensatez parecen destinados al fracaso. En palabras del politólogo Fernando Vallespín, la democracia está desnuda cuando se desvanece la auctoritas, el viejo principio romano que legitimaba las institucio­nes a partir de la experienci­a y el conocimien­to. Ahora cualquier recién llegado a la política tiene una teoría del Estado que convierte a Maquiavelo en un advenedizo. Armados de un extraño relativism­o moral, nuestros dirigentes utilizan la posverdad para avivar el fuego de un maniqueísm­o pueril que envenena el alma de la nación y le niega toda opción de futuro.

Anda uno harto de hordas narcotizad­as, de jefecillos de tercera, de egos inmensos a los que, para su mayor gloria, poco les importa que arda Roma. Nuestra democracia está, una vez más, rota. Estos canallas quizás aún no comprendan que pasarán a la historia no por desenterra­r, con saña o con nostalgia, dictadores, sino por enterrar la ilusión de un pueblo que quiso y pudo vivir al fin en paz.

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