El Dia de Cordoba

Un mundo más justo

- JUAN LUIS SELMA

LOS protagonis­tas de las fiestas navideñas son los niños. Hace unos días pasaba cerca de un colegio, era la salida, y en medio del bullicio unos niños iban cantando villancico­s y dando saltos como gacelas. Se les veía felices. Pienso que podemos aprender mucho de ellos. Esto nos puede rejuvenece­r y nos hará un gran servicio.

Los chiquillos son especialme­nte sensibles a la justicia, no olvidan las promesas que les hemos hecho. Cuando se les dice que si hacen tal cosa tendrán tal recompensa, es imposible salir airoso sin cumplirla. Creen en la palabra dada. Les podemos hacer mucho daño no cumpliendo lo prometido, pues la injusticia es falsedad, mentira.

Este domingo repetiremo­s insistente­mente: “Que en sus días f lorezca la justicia, y la paz abunde eternament­e”. Deseamos que el Niño Dios nos traiga justicia y paz. Podemos perder la inocencia propia de los niños y caer en el cinismo si dejamos de creer en la justicia, si renunciamo­s a lo bueno y perdemos el sentido de lo verdadero. Me contaron de un grupo de ladrones que asaltaron la casa del obispo de Enugu, Nigeria. Pensaban que este estaba fuera y, al encontrarl­e allí, le retuvieron mientras robaban. Al irse, le pidieron la bendición: “Sr. Obispo, somos católicos: denos su bendición”. No es fácil ser justo, pero si no lo somos, nos tornamos injustos. Es fácil ser sensibles a las injusticia­s sufridas, pero igual no somos consciente­s de las que provocamos. Es cierto que los gobernante­s y los jueces tienen una responsabi­lidad especial frente a esta virtud, de tal modo que, en caso de ser injustos, quedan desacredit­ados, pierden autoridad. Pero esta gran cualidad no queda reservada para los grandes asuntos de estado, debe estar presente en nuestro día a día: en las relaciones laborales y familiares.

El diccionari­o de la RAE, en su primera acepción, la define así: “Principio moral que lleva a determinar que todos deben vivir honestamen­te”. También afirma: “En el cristianis­mo, una de las cuatro virtudes cardinales, que consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido”. La justicia vela por nuestros derechos y por los de los demás, pero no podemos olvidar que nada que dañe a la persona o a la sociedad puede ser justo. Lo justo tiene que ser bueno, tiene que ser verdadero. Hay una continuida­d entre la verdad, el bien y la justicia. Solo se tiene derecho a lo bueno.

No nos puede extrañar que la espera del Mesías esté precedida por la sed de justicia. “¡Destilen, oh cielos, desde lo alto, y derramen justicia las nubes; ábrase la tierra y dé fruto la salvación, y brote la justicia con ella!”, canta la iglesia con el profeta Isaías. Como esperamos la lluvia abundante que riegue los campos y llene los pantanos, también esperamos que venga Dios y nos traiga la esperada justicia, que es un don del cielo.

Afirma Chesterton: “De alguna extraña manera oculta en las profundida­des de la psicología humana, si construimo­s nuestro palacio sobre alguna injusticia desconocid­a, se convierte muy lentamente en una prisión”. Cuando los dirigentes elaboran “leyes” injustas –que las hay y muchas–, no nos hacen un bien, nos aprisionan y encadenan. Quizás es lo que ocultament­e procuran: apresarnos para poder manejarnos. Y muchos ingenuos corean a sus carceleros como si fueran sus liberadore­s. ¡Qué débil es el hombre, necesita quien le proteja de su propia necedad!

Pero vayamos a las obras de justicia del día a día, a esas que nos hacen honrados. En primer lugar, las de ámbito económico: pagar el salario justo, no quedarnos con lo ajeno, no cobrar más de lo que las cosas valen, rendir en el trabajo de modo que seamos acreedores de una justa retribució­n; también los empleados pueden defraudar. Un trabajo es remunerabl­e por el servicio que oferta, el dinero no cae del cielo.

Hay otro ámbito donde no podemos defraudar, es el cumpliment­o de la palabra dada al otro en el matrimonio. Cuando de un modo libre y solemne se emiten unos votos de amor y fidelidad se adquiere un grave compromiso, un vínculo que nos ata de por vida. Ahora, fruto de la sociedad líquida y relativist­a, olvidamos fácilmente los compromiso­s adquiridos y no se nos pasa por la cabeza que podemos cometer una gran injusticia: dejamos tirada a la persona que prometimos amar de por vida, que se entregó a nosotros fiada de ese compromiso.

Tomo de un comentario al libro El tiempo en un hilo: Reflexione­s desde la adversidad de Maruja Moragas: “Decidió ser fiel a sí misma con independen­cia de la conducta de los demás. Cada cual vive su vida y, aunque la otra parte no cumpla, eso no impide que yo sí lo haga. Evidenteme­nte, las cosas fueron bastante difíciles, como no podía ser de otra forma”. Esta conducta puede dar luz a muchos que se sienten abandonado­s.

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