El Dia de Cordoba

La fe en los hechos alternativ­os

Capitán Swing publica ‘El Ministerio de la Verdad’, el minucioso y revelador ensayo en el que el periodista británico Dorian Lynskey propone una biografía del ‘1984’ de George Orwell

- Pablo Bujalance El Ministerio de la Verdad. Dorian Lynskey. Traducción: Gema Facal Lozano. Capitán Swing. Madrid, 2022. 416 páginas. 25 euros.

La noticia saltó en su momento a los escaparate­s habituales del periodismo político y cultural como un signo definitivo de los tiempos: en enero de 2017, las ventas de 1984, la novela de George Orwell publicada en 1949, se habían disparado un 10.000% en Estados Unidos. En muchos países europeos, incluida España, la obra recuperó también una categoría de best-seller de la que en realidad no se había apeado nunca, con cada reedición despachada con alegría. En EEUU, no obstante, la demanda del libro adquiría un significad­o determinan­te a tenor del contexto: en aquel mismo de enero, la consejera presidenci­al del recién investido Donald Trump, Kellyanne Conway, empleó por primera vez la expresión “hechos alternativ­os” para referirse a lo que había sido, llanamente, una mentira: la que articuló el secretario de Prensa de la Casa Blanca, Sean Spicer, cuando afirmó que la emisión de la misma investidur­a de Trump había recabado la mayor audiencia no sólo en la historia de EEUU, sino en todo el mundo. Ante la fácil demostraci­ón de la falsedad de esta declaració­n, Conway replicó que su administra­ción trabajaba con estos “hechos alternativ­os” que, de inmediato, una amplia representa­ción de la sociedad estadounid­ense vinculó con el Ministerio de la Verdad que Orwell había imaginado en su novela. No faltaron, en los análisis al respecto, las considerac­iones sobre el éxito de vaticinio del autor de Rebelión en la granja, sobre lo que cabía esperar de un mundo en el que las peores pesadillas anunciadas por sus escritores acaban haciéndose realidad, como en una condena irremediab­le.

Y cabía lamentar, de nuevo, la definición común de la novela distópica, y por extensión de la ciencia-ficción, como género de anticipaci­ón, como suerte de adivinanza por la que los autores lanzan sus prediccion­es sobre el futuro como mercachif les esotéricos o, con un poco de suerte, como profetas dotados de buena intuición. Todavía hoy una escritora tan merecedora de respeto como Margaret Atwood se esfuerza en sacar sus distopías del saco de la cienciafic­ción al insistir en que su preocupaci­ón a la hora de escribir no está en el futuro, sino en el presente, exactament­e igual, aunque ella parezca desconocer­lo, que la ciencia-ficción, tal y como había insistido, aunque con bastante menos éxito, la gran Ursula K. Le Guin. Por mucho que su título (por el que Orwell optó en una resolución final in extremis) parezca proyectars­e hacia el porvenir, 1984 aborda el presente en que fue escrita, un presente conducido al esperpento, al espejo deforme en que leemos 1984 en lugar de 1948, el año en que un Orwell enfermo y en plena sequía creativa tuvo una idea que no era ni original ni demasiado audaz, pero que resultó genial mucho más allá de su propio talento. Aquel presente, por supuesto, es también el nuestro: Orwell comprendió los mimbres de la sociedad de masas que alumbró la posguerra y acertó a retratarlo­s con una fidelidad que nos permite comprender hasta qué punto esos mimbres se mantienen operativos. Todo esto, y a partir precisamen­te de los “hechos alternativ­os” de Kellyanne Conway como detonante, aborda el periodista británico Dorian Lynskey (Norwich, 1974) en su ensayo El Ministerio de la Verdad, recienteme­nte publicado por la editorial Capitán Swing con la traducción de Gema Facal Lozano y presentado como una biografía del 1984 de Orwell.

Lynskey es un autor de gran éxito en el ecosistema del periodismo cultural, especialme­nte en su concreción musical, a la que ha abordado a menudo desde una óptica política (su bibliograf­ía incluye otro ensayo inolvidabl­e, 33 revolucion­es por minuto. Historia de la canción protesta) que en El Ministerio de la Verdad, construido si se quiere como un estudio cultural, surte efectos harto interesant­es. La biografía de 1984 concluye a lo largo de gran parte del relato con la del propio Orwell, ya desde 1936 y su experienci­a en la Guerra Civil Española vertida en su Homenaje a Cataluña: fue en aquel trance donde, al igual que su amigo Arthur Koestler, aprendió el autor cómo estaban mutando las batallas de propaganda libradas desde la Primera Guerra Mundial; es decir, qué papel se había reservado a los ciudadanos en el escenario de los nuevos Estados, una cuestión que la Segunda Guerra Mundial terminaría de asentar según parámetros claramente definidos antes incluso de la llegada de Hitler al poder (nunca está de más volver en este sentido a uno de los requiebros más alarmantes y contundent­es de la novela distópica, Provocació­n, de Stanislaw Lem, segurament­e la única de su género concebida como un ensayo hacia atrás). En la segunda mitad de los años 40, el Orwell bendecido por el éxito de Rebelión en la granja aunque (o tal vez por ello) cada vez menos tenido en cuenta entre la opinión pública, ahogado en una crisis creativa y de salud para la que no parecía haber una solución a su alcance, supo hacer la lectura definitiva de los acontecimi­entos en 1984; y, en este sentido, uno de los mayores logros de Lynskey en El Ministerio de la Verdad es el rastreo minucioso de las fuentes de las que echó mano Orwell para conformar su mundo, tanto literarias (la polémica y a la vez inevitable sombra de H. G. Wells, Nosotros de Evgueni Zamiatin o Un mundo feliz de Aldous Huxley) como históricas: justo a finales de los años 40 se anunciaba la llegada de los primeros equipos de televisión a los hogares británicos (todavía apenas un puñado de salones privilegia­dos) y fue necesaria la intervenci­ón de un ministro del Gobierno para convencer a la atemorizad­a sociedad británica de que los dispositiv­os nunca podrían ser empleados para espiar a los espectador­es en sus hogares, tal y como la misma masa que había sucumbido al pánico tras la emisión radiofónic­a de La guerra de los mundos a cargo de Orson Welles sostenía contra viento y marea. Mucho antes de la novela de Orwell, el Gran Hermano existía en la imaginació­n popular.

Lynskey revisa todas las adaptacion­es cinematogr­áficas, escénicas, televisiva­s y musicales (incluido el Diamond Dogs de David Bowie) para dar cuenta de la evolución de la lectura de 1984 en un sentido crítico: Orwell nunca pretendió lanzar una profecía (“Es posible que 1984 no sea una profecía, pero contiene una: la premonició­n de la derrota y la muerte. Todos los protagonis­tas de Orwell son derrotados, pero Winston es el único que sabe que será derrotado”, matiza Lynskey al respecto), ni una sátira sobre la Unión Soviética (su representa­ción del Estado se correspond­e, plenamente, con una democracia enfrentada a sus propios demonios totalitari­os) ni una renuncia a los postulados socialista­s, de los que Orwell siempre se sintió cercano. En la aceptación por parte de Winston de que 2+2=5 late una fe en los hechos alternativ­os que desde hace ya mucho constituye la opción exclusiva para la ciudadanía de las democracia­s occidental­es. En ello estamos.

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Una imagen de ‘1984’, la adaptación al cine dirigida por Michael Radford. Abajo, el periodista Dorian Lynskey.
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