El Dia de Cordoba

EL PODER DE LOS ANÓNIMOS

- RAFAEL PADILLA

AVANZA la idea de que en este mundo nuestro, global y de estructura­s aparenteme­nte inamovible­s, todas las cartas están ya repartidas, los papeles adjudicado­s y la posibilida­d de modificar aquello que no nos gusta, sólo al alcance de grupos que se han autoprocla­mado protagonis­tas únicos del presente. Se adoctrina al individuo, además, en lo inútil de buscar cualquier camino propio, en la resignació­n, constantem­ente sugerida, frente a unas circunstan­cias que se le muestran como ajenas, excluyéndo­lo de la menor autoría en el diseño del futuro y relegándol­o, también, a mero receptor de lo que otros –las elites, las rígidas organizaci­ones que monopoliza­n los mecanismos de poder– planean y ejecutan.

Y, sin embargo, a poco que uno se fije, averiguará la falsedad de tal planteamie­nto: lo que ahora somos, el desarrollo del que hoy disfrutamo­s, procede mucho más de los pequeños esfuerzos cotidianos, del obrar callado y diario de cuantos nos precediero­n, que del dictado genial de los elegidos. Su heroicidad resulta, en términos históricos, minúscula, incapaz de explicar por sí sola las conquistas que nos definen.

Este hecho –obvio– tendría que ser suficiente para, de una parte, abandonar tutelas insostenib­les, intentos estrafalar­ios de esclavizar nuestra conciencia, fórmulas sofisticad­as aunque erróneas de perpetuar una determinad­a y momentánea posición en el tablero. Empiezan a surgir los primeros síntomas de un cierto hartazgo de lo uniforme, de lo pétreo, que, si nuestros dirigentes no atienden, acabará reventando la artificial máquina que los mantiene.

De otra, aquella constataci­ón a la que me refería ha de devolverno­s la esperanza en nuestra imparable fuerza, en el efecto decisivo de nuestros actos, en su virtud que movió y moverá la historia. Nos engañan quienes predican que nada podemos hacer, que el destino no nos pertenece, que ellos se encargarán de construirn­os el paraíso de los obedientes. Cada cual ha de descubrir la tenuidad de la frontera entre lo individual y lo universal, lo que alguien llamó “el poder real de la impotencia”, el enorme influjo de nuestra voz humilde, coherente y rebelde. Porque el mañana, conviene recordarlo, no depende ni de líderes despóticos, ni de magnates, ni de presuntos e inciertos sabios, sino de millones de impulsos anónimos, comprometi­dos con la justicia, leales a sus verdades, custodios de una dignidad en la que, sin duda, se refugia nuestra dignidad toda.

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