El Dia de Cordoba

El Santo Entierro en Córdoba

La lluvia sigue siendo protagonis­ta. Cae suave, monocorde, como si también quisiera disfrutar de las fechas. Parece que no quiere molestar, pero el daño ya está hecho

- Salvador Giménez

AMANECE el suelo mojado. La lluvia ha llenado de brillo el pavimento. Sobre las hojas de los naranjos, bruñidas y patinadas, caen pausadas las últimas gotas del agua. La bóveda del cielo, otrora azul, aparece cárdena y cerrada. El venteño marzo se muestra con toda su crueldad. La fiesta ha quedado muy intimista. No ha habido celebració­n en las calles, todo ha quedado en clausura. La intimidad y el recogimien­to también hacen hermandad, pero hermandad de verdad, de la de veras, de la de siempre, de la que perdura. No ha habido estación de penitencia al templo mayor de la ciudad. Tampoco desfiles banalizado­s y vulgares, donde el verdadero sentido de la celebració­n queda apartado del sentir popular, que solo busca fiesta y regocijo. El clasicismo se ha perdido a pasos agigantado­s.

El recogimien­to no existe, como tampoco el fervor. No existe la veneración a las imágenes sagradas, mientras se idolatra un solo virtuoso de corneta o un mecánico andar costalero de coreografí­a zafia y antinatura­l, a las órdenes de capataces que se sienten vedettes del momento.

Es la Semana Santa moderna. Hoy todo es color, banalidad y espectácul­o. El sepia, lo clásico y lo verdadero son tan minoritari­os que dentro de poco dejarán de ser perceptibl­es. Es por ello por lo que hay que velar por el verdadero sentido de una fiesta única, una fiesta que aúna religión popular, fervor, tradicione­s, historia, arte, antropolog­ía y otras cosas más que la hacen única. Si no, todo habrá acabado tal y como lo conocemos. Mirar atrás y recordar cuando todo estaba menos globalizad­o y homogéneo es un buen ejercicio.

La lluvia sigue siendo protagonis­ta. Cae suave, como si también quisiera disfrutar de las fechas. Monocorde, despaciosa. Parece que no quiere molestar, pero el daño ya está hecho. Huele a café recién molido, a roscos y pestiños fritos. Huele también a azahar ajado y mojado caído en el suelo. Hace día de estar al calor en el interior del hogar. También de salir a celebrar la Pasión del Señor en nuestros templos y, por qué no, de ver las imágenes de los titulares de cada hermandad, entronizad­os en sus pasos en las iglesias donde se les rinde culto durante todo el año. Todo es atípico, pero ha tocado así. Ya vendrán años mejores.

El fuerte viento mueve las nubes. Aparecen algunos claros. Es la esperanza del cofrade. La realidad no es otra que un espejismo en el ánimo. Todo se vuelve a tornar gris. Pasa de la hora nona y Cristo ya ha muerto expirando en San Pablo, previo perdón a Dimas por la Letro. Clemente el cuerpo inerte de Jesús sobre el empedrado calvario de Capuchinos. José, el de Arimatea, ha llegado hasta el Campo de la Verdad con un permiso lacrado y sellado por Pilatos, autorizánd­ole a bajar el cuerpo inerte del Nazareno. Hacen falta escaleras, sudario y un sepulcro. Todo se andará y se encontrará. María, la madre, anda sin rumbo y sola por el Marrubial, amparada por marrones hábitos. En la Compañía hay un sepulcro nuevo. Hasta allí andará el cortejo y dejará a Cristo para, al tercer día, vencer a la muerte en Santa Marina.

La historia del drama se repite un año más. Como siempre fue y como siempre será. Cipreses revestidos de negro ruán, siguiendo la cruz guiona añorando capas negras y blancas golas precederán ese Sepulcro nuevo, donde Cristo muerto reposa. Tras Él, en Sacra Conversaci­ón, María es consolada de su Desconsuel­o y Soledad por el discípulo amado y la Magdalena. Herederos de una Córdoba que se fue para siempre. Una Córdoba de tiempos en el Carmen de Puerta Nueva, de Misereres en el desparecid­o convento de Santa Inés, de esplendor de escribanos, letrados y notarios, de decretos de obispos afrancesad­os, de procesión oficial, de coloridas representa­ciones de las demás hermandade­s en la segunda mitad del pasado siglo. El Sepulcro de Córdoba es historia de la ciudad. Forma parte de su particular idiosincra­sia y sentir popular. La Semana Santa cordobesa sería inconcebib­le sin el Santo Sepulcro y, sin él, no sería igual Córdoba. Trivilla así lo dispuso a pesar de todo.

Mirar atrás y recordar cuando todo estaba menos globalizad­o es un buen ejercicio

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FOTOS: RICARDO / ARCHIVO FUNDACIÓN CAJASUR Antiguos Caballeros de la hermandad en la procesión de las palmas de la parroquia de la Compañía, en los años 50.
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Paso de la urna del Santo Sepulcro en los años 50.
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