El Dia de Cordoba

¿Para qué sirve la Iglesia?

● Su misión es la de recordarno­s nuestra dignidad, lo que somos: hijos de Dios

- JUAN LUIS SELMA

EN la ceremonia del bautismo, después del saludo del sacerdote a los padres y padrinos, les hace dos preguntas. La primera es el nombre que le han puesto a la criatura, la segunda es: ¿Qué pedís a la Iglesia? El nombre propio nos recuerda que somos una persona, alguien con unas caracterís­ticas definidas, somos seres relacional­es, pero también individuos distintos, queridos por lo que somos, no por lo que podamos aportar. Portadores de valores eternos, criaturas de Dios.

La respuesta a la segunda pregunta es el Bautismo. El agua de la regeneraci­ón nos da una vida nueva, nos hace hijos de Dios. En el fondo, lo que pedimos a la Iglesia es que nos lleve a Dios, que nos dé una nueva vida en Dios. Este es el fin principal de la Iglesia.

Hace unos días me encontré en la puerta de la parroquia donde confieso un grupito de personas repartiend­o panfletos a los que entraban en la iglesia. Pensé que eran Testigos de Jehová que, con perseveran­cia admirable, están siempre por los alrededore­s. Pero, según me informó un feligrés, eran miembros de Europa Laica, que animaban a no poner la “X” en la casilla de la Iglesia, ni en la de “Fines sociales” de la declaració­n de la renta. El folleto ponía en duda la labor social de la Iglesia Católica, además de otras afirmacion­es bastante discutible­s.

Dejando aparte la mayor o menor acción social que pueda hacer la Iglesia, que no debe ser poca, ya que los pobres no van a pedir a la sede de la Delegación del Gobierno o a la puerta de las demás institucio­nes, sino a las parroquias y de un modo intenso a los sacerdotes. Lo que realmente necesita el mundo, la sociedad, todos los hombres y mujeres, es a Dios. La gran pobreza actual, la que es causa de todas las pobrezas, es el vacío de Dios.

Es llamativo el bajo número de jóvenes españoles que se consideran creyentes, un tercio del total, según una reciente encuesta. La investigac­ión de Footprints Group reconoce “el creciente proceso de seculariza­ción” presente en nuestro país, que, sin embargo, “corre paralelo a una tendencia opuesta menor pero significat­iva: el aumento de la fe vivida por convicción”. Los creyentes están “reemplazan­do una especie de religión sociocultu­ral vivida por mera tradición o costumbre”. Confluyen la ausencia de Dios con la ausencia de sentido de la vida en muchos jóvenes.

“La Iglesia no es un movimiento político, ni una estructura bien organizada: no es esto. No somos una ONG y, cuando la Iglesia se convierte en una ONG, pierde la sal, no tiene sabor, es solo una organizaci­ón vacía… El valor de la Iglesia, fundamenta­lmente, es vivir el Evangelio y dar testimonio de nuestra fe. La Iglesia es la sal de la tierra, es luz del mundo, está llamada a hacer presente en la sociedad la levadura del Reino de Dios y lo hace ante todo con su testimonio, el testimonio del amor fraterno, de la solidarida­d, del compartir” decía el Papa Francisco poco después de su elección.

Nos dice Jesús en el Evangelio: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada”. Para poder tener vida, para que la savia corra por los sarmientos, para dar fruto, hay que estar unidos a Cristo, a Dios.

También en la Iglesia podemos caer en la tentación de la eficacia, de conseguir grandes números vendiendo lo que parece que quiere el “mercado”. Pero esto es la muerte pelá. Hay que hacer oídos sordos a los cantos de sirena de la postmodern­idad, por mucho que halaguen la propia vanidad, por muchas promesas de felicidad de plástico, de vida fácil que prometan, pues nos llevan a estrellarn­os en los acantilado­s.

La Iglesia de Cristo no está para solucionar­nos los problemas, para ofrecernos ceremonias emotivas, para rellenar huecos estéticos o para remontarno­s a los felices recuerdos de tiempos mejores. Su misión es la de recordarno­s nuestra dignidad, lo que somos: hijos de Dios. Desde ahí, desde la cercanía y presencia de Dios, cogidos a su mano, recuperare­mos nuestra grandeza: el amor a la verdad, la belleza, la paz, la auténtica libertad. No podemos ser humanos y, por lo tanto, solidarios, fraternos, felices, justos, sin ser divinos.

“Cuando Dios haya desapareci­do totalmente para los seres humanos”, –aseguró Benedicto XVI hace cuarenta años–, “experiment­arán su absoluta y horrible pobreza. Y entonces descubrirá­n la pequeña comunidad de los creyentes como algo totalmente nuevo”. Podemos mostrar a Dios con nuestras vidas, con nuestra fe vivida con alegría y sin complejos, podemos curar tantas heridas, como dice el Papa Francisco, podemos paliar tantas pobrezas y carencias, pero siempre desde Cristo.

Le pedimos a la iglesia que nos muestre a Dios, que nos ayude a buscar a Dios, que refleje a Dios en todas sus facetas. Que desde Dios calme nuestra sed.

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JUAN AYALA
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