La dimensión ambiental en las protestas del medio rural europeo
Estamos viviendo en estos días la eclosión por toda Europa de las protestas del mundo rural, en buena medida espontáneas y movilizadas vía las redes sociales. Estas demuestran por su dimensión, persistencia y coincidencia en el tiempo el desapego y hartazgo de la población del medio rural en general y no solo de los agricultores. Verdaderamente existen muchas dimensiones a considerar: desde la propia representatividad de las organizaciones agrarias, pasando por la complejidad y disfuncionalidad de la PAC (pese a su importante presupuesto), la polarización extrema de la distribución territorial de la población, la ausencia de coraje político para transformar las estructuras de las explotaciones a dimensiones viables (minifundio) o las importaciones de alimentos de terceros países como alternativa de desarrollo para estos.
Pero aun siendo todas relevantes y de complejo abordaje, existe una sobre la cual todos los actores coinciden: la agenda verde europea y cómo se ha implementado en el mundo rural. Resulta demasiado simple pretender explicarlo por el choque inevitable entre el idealismo climático de un lado, y el conservadurismo negacionista rural del otro. Esto no es más que una simplificación que interesa a ambos extremos para así conducir el debate convenientemente hacia sus intereses. Debemos tener claro que no son los loables objetivos ambientales los que están en discusión, sino cómo se alcanzan y si la población del medio rural debe ser tratada como un sujeto pasivo o como un protagonista clave igual que lo son los territorios que habitan y mantienen. Replantearse las estrategias requiere mucha visión de futuro, coraje y perseverancia frente al siempre socorrido río revuelto.
Se achaca a las actividades primarias una buena parte de la contaminación de suelos y aguas, así como de la emisión de gases de efecto invernadero (CO2 y metano) pero, por otro lado, se oculta por ejemplo que una parte determinante de ese territorio como son los bosques secuestran el 20% de las emisiones de CO2 de nuestro país, y aun así, quedan excluidos de toda posibilidad de incentivación por ello.
El sistema creado dominado por el principio de adicionalidad es incluso más perverso si cabe ya que el marco creado para los sectores sujetos al régimen de comercio de créditos regulado de CO2 (industria y energía principalmente) dispone de un incentivo potente para disminuir sus emisiones. Sin embargo, en el caso del sector LULUCF (tierras forestales, tierras de cultivo, pastizales, humedales, etc.) su regulación no comporta incentivo directo alguno para aumentar sus sumideros. Incluso, llevándolo al extremo, si no se mantuviera el incremento de stocks previsto se podría llegar a tener que pagar por ello. Por ahora solo se reconoce el establecimiento de nuevos bosques de futuro incierto ignorándose el considerable potencial de secuestro de los existentes que a día de hoy son los que sostienen el grueso del secuestro de carbono en Europa.
La UE pretende en el futuro compensar las emisiones de la agricultura dentro del mismo sector LULUCF con el secuestro de carbono gratuitamente aportado por los selvicultores al mantener y mejorar diariamente los bosques y garantizar su buen estado. Bien al contrario, los sectores altamente emisores de CO2 como las centrales térmicas, recibieron los derechos de emisión cuando se estableció el mercado de emisiones prácticamente sin coste y ahora están capitalizándose, vendiéndolos a precio de oro con ocasión del fin de las centrales térmicas de carbón. Es decir, en la UE quien contamina se beneficia cuando reduce dichas emisiones, pero quien permanentemente ha venido secuestrando gratuitamente CO2 tiene la espada de Damocles encima si por cualquier causa ese secuestro se reduce.
Tampoco parece aceptable que cuando hablemos de agua sea para acusar a la agricultura de su alto consumo cuando en paralelo a los bosques –que también forman parte del mundo rural y que previenen el aterramiento de los embalses y regulan el ciclo del agua, sobre todo en las cabeceras– se les excluya del principio de plena recuperación de costes que prevé la Directiva de Aguas al ignorar los vitales servicios regulatorios que aportan. Es decir, la financiación del ciclo del agua con fondos públicos se está destinando únicamente a la fase final del ciclo, la que va del primer embalse construido hasta la desembocadura olvidando la captación y regulación que realiza la vegetación en las cuencas.
Resulta del todo ilógico que para preservar la biodiversidad la única estrategia aplicada sea la de restringir la agricultura, la ganadería, la pesca, la gestión forestal o la caza cuando uno de los ecosistemas más valorados actualmente, por su rica composición, es uno de los más modulados por la mano del hombre: la dehesa. Tampoco lo es penalizar a la ganadería extensiva cuando resulta ser crucial para prevenir incendios y mantener muchas especies, sobre todo en alta montaña, y todo bajo el argumento de preservar una icónica como es el lobo, cuyas poblaciones hoy están en obvia expansión y son 5-10 veces mayores de lo que eran hace 50 años.
¿Es propio de una sociedad que aboga por una distribución justa de las cargas, que se endose la práctica totalidad del coste de preservar la biodiversidad a las poblaciones de las zonas menos pobladas, especialmente de montaña? No es aceptable que por imponer una ideología del asilvestramiento en las zonas más protegidas, ciertas especies alcancen poblaciones insostenibles convirtiéndose en una fuente de enfermedades para la cabaña ganadera que pone en riesgo la cadena alimentaria, los precios de los alimentos y la forma de vida tradicional en muchos entornos rurales. Adicionalmente debe recordarse que dicho asilvestramiento de nuestro territorio es la primera causa subyacente de los megaincendios que padecemos.
No tiene sentido que ante la urgencia de la crisis climática y la volatilidad temporal de las energías eléctricas renovables domésticas, se descarte a la ligera la biomasa y los biocombustibles que pueden devenir estratégicos para cubrir la demanda térmica dispersa en las zonas menos pobladas aprovechando así la fracción de las producciones agroforestales que carecen de alternativa. Argumentar que emiten tanto CO2 como el petróleo, gas o carbón es ignorar que estos han tardado millones de años en acumularse mientras que la biomasa lo hace ininterrumpidamente en ciclos de pocos años y con el agravante de que, de no aprovecharse, se incrementa el riesgo de megaincendios.
Todas las cuestiones expuestas son síntoma de una política ambiental diseñada en los años 70 y 80 para la actividad industrial y urbana fundamentada en sus efectos externos negativos. Dicha política se ha trasladado al mundo rural cuyo modus vivendi se basa en el cuidado y gestión de recursos naturales renovables generadores de efectos externos positivos como son sus múltiples servicios ambientales y sociales.
Penalizar a los que generan un impacto ambiental positivo comporta tremendas ineficiencias e injusticias, especialmente por el hecho de que las zonas menos productivas económicamente –como las áreas de montaña– son las que más servicios ambientales y sociales aportan, pero a la vez las que menos recursos de la PAC reciben. A todo ello se suma últimamente la ideología del rewilding defensora de la retirada del ser humano de las zonas menos pobladas al considerar a éste un intruso pese a que sabemos que nuestro género lleva en la Tierra 2.500.000 años.
Es hora de dejar de considerar a los agricultores, ganaderos, selvicultores, y pescadores como parte del problema ambiental para identificarlos como un elemento clave en su solución.
■ Resulta del todo ilógico que para preservar la biodiversidad la única estrategia sea la de restringir la agricultura ■