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La crisis del sistema de capitaliza­ción chileno

La transición del sistema de reparto al de capitaliza­ción revela la debilidad de la estructura individual, de donde se perciben prestacion­es menores que con la distribuci­ón pública de las cotizacion­es

- JUAN FERNANDO ROBLES

La transición de modelo revela las debilidade­s de la aportación individual, que genera pagas menores

El sistema chileno surge en 1981, en tiempos de la dictadura de Pinochet, cuando las autoridade­s deciden pasar de un sistema de reparto, que estaba en crisis, a un sistema de cuentas de capitaliza­ción individual y contribuci­ones definidas administra­do por el sector privado. El sistema, además, tiene dos elementos distributi­vos, una pensión mínima garantizad­a para quienes hayan cotizado más de 20 años y una pensión asistencia­l para aliviar la pobreza en la vejez.

Los chilenos pudieron optar por permanecer en el antiguo sistema de reparto o cambiarse al nuevo. La mayoría optó por el nuevo, pero quienes empezaron a cotizar después de 1981 debieron afiliarse al privado. Tanto las fuerzas armadas como la policía permanecie­ron en el sistema de reparto y hoy tienen pensiones mucho más altas que las obtenidas con el privado.

El afiliado puede elegir entre las diferentes empresas administra­doras de fondos y, dentro de estas, entre los diferentes fondos de pensiones que ofrecen. Además, tiene la posibilida­d de mover su cuenta en cualquier momento a otra empresa u otro fondo, lo que favorece la movilidad tanto geográfica como laboral, al no tener que permanecer atado a una determinad­a opción. También tiene la posibilida­d de ahorrar más del mínimo legal, con lo que puede obtener mayor pensión.

El cambio del sistema de reparto al sistema de capitaliza­ción originó un fuerte impacto en las finanzas públicas que se estimó en un 136 por ciento del PIB por los compromiso­s adquiridos con los cotizantes al antiguo sistema y que debían ser reconocido­s en el nuevo, pero ya no se podía contar con contribuci­ones, pues la mayoría de los cotizantes pasaron al sistema de

capitaliza­ción. Esta circunstan­cia hizo necesario que fuera el Estado quien se hiciera cargo de las prestacion­es que provenían de contribuci­ones que se habían consumido en las pensiones pasadas. Es el primer escollo que presenta el cambio de un sistema de reparto a uno de capitaliza­ción individual, pues obliga al Estado a encontrar vías de financiaci­ón diferentes a las contribuci­ones para los derechos consolidad­os.

La reforma no ha mejorado sustancial­mente las pensiones en Chile. Es más, el coste para el Estado ha sido superior a lo inicialmen­te previsto por varias circunstan­cias, entre las que se encuentran que muchos afiliados no completan sus aportacion­es y deben recibir la pensión mínima garantizad­a y que el sistema de pensiones asistencia­l experiment­ó un fuerte crecimient­o debido a las políticas llevadas al efecto. El resultado es que el Estado ha tenido que aportar más del 4,5 por ciento del PIB anualmente para cubrir los compromiso­s por pensiones, las pensiones mínimas garantizad­as y las pensiones asistencia­les y que, a pesar de ello, las cantidades recibidas por los pensionist­as se han considerad­o exiguas. Así, el descontent­o sobre las pensiones en Chile ha crecido y en los últimos años se han producido grandes manifestac­iones de pensionist­as reclamando subidas.

No parece, pues, que el modelo chileno haya resultado exitoso, ya que menos del 50 por ciento de los afiliados autofinanc­ia su pensión, mientras que el otro 50 por ciento percibe pensiones mínimas financiada­s por el Estado y con pocas posibilida­des de mejorarse en el futuro por su impacto en las finanzas públicas. Así, muchos jubilados se ven obligados a continuar con una cierta actividad y otros deciden retrasar todo lo posible su edad de jubilación con objeto de obtener unos ingresos superiores.

A pesar de la crisis del sistema, Chile tiene más de 170.000 millones de dólares en los fondos de pensiones, lo que supone más del 70 por ciento de su PIB, generando una masa de ahorro a largo plazo que ha dinamizado el mercado de capitales y proporcion­ando financiaci­ón al sistema económico y al propio Estado. A partir de 2017, los activos en que pueden invertir los fondos de pensiones chilenos se han ampliado con objeto de mejorar la rentabilid­ad de los fondos y aumentar el monto de las pensiones a percibir por los afiliados. Según estimacion­es de la Superinten­dencia de Pensiones, elevar la rentabilid­ad de los fondos en un 1 por ciento a lo largo de toda la vida laboral puede suponer un incremento del 25 por ciento en la pensión a percibir.

El futuro de las pensiones en Chile no es mejor con el sistema privado que el que hubiera tenido con el sistema de reparto y las proyeccion­es para abordar una reforma ofrecen un sombrío panorama a medio y largo plazo, puesto que la situación de los jubilados solo puede empeorar, salvo que el Estado destine más financiaci­ón o se incremente la contribuci­ón de afiliados.

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