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Isabel Quintanilla: homenaje a la pintora de la intimidad
El Museo Nacional Thyssen-Bornemisza dedica por primera vez una exposición monográfica a una artista española, Isabel Quintanilla (1938-2017). La muestra propone un recorrido por el universo de la pintora, protagonizado por sus objetos personales y por la
Reunir las noventa piezas que conforman la exposición fue para su comisaria una ardua tarea, pues l a mayoría de l os cuadros de Quintanilla se encuentran en museos y colecciones privadas de Alemania, donde la artista sí conoció el éxito y el prestigio que no tuvo en nuestro país. Los germánicos supieron ver en la intimidad sesentera y setentera de Quintanilla la sencillez de la vida española, la dignidad de lo simple, la belleza de lo cotidiano. Los sitios, esos sitios comunes, donde habita la emoción.
Ella, que vivió en una época en la que la figura femenina en el arte no se valora igual que la masculina, formó parte de un grupo excepcional: los realistas de Madrid. Encabezado por Antonio López (el más célebre y quien cosechó todos los éxitos), el clan artístico se formó a principios de los años 50 del siglo XX. Todos ellos –María Moreno, Julio López Hernández y su hermano Francisco, Esperanza Parada, Isabel Quintanilla y Amalia Avia– no sólo compartían un imaginario creativo similar y una formación académica común. También les unían lazos personales y familiares.
Isabel Quintanilla nació en plena Guerra Civil. Hija de un militar republicano, que no sobrevivió a la contienda, no tuvo fácil el acceso a la educación artística. Su madre, modista, sacó adelante a sus tres hijas a base de coser día y noche.
No obstante, con once años la pequeña pintora ya asiste a clases en talleres de artistas. Con quince ingresa en la Escuela Superior de Bellas Artes de San Fernando. Allí conoce a Antonio López, a Julio y Francisco López y a María Moreno, que está en su mismo curso. En 1959 obtiene el título de profesora de Dibujo y Pintura y comienza a dar clases como ayudante en un instituto. En ese tiempo expone por primera vez en una muestra colectiva organizada por la Fundación Rodríguez Acosta de Granada. Desde sus i nicios, l a pintora madrileña se decanta por el realismo español.
Cuando se casa con Francisco López, el escultor acababa de obtener una beca para formarse en Italia. El matrimonio se traslada a Roma donde viven
durante varios años. Es una etapa de gran felicidad en el plano personal y un momento de despertar en lo artístico. Ella también aprovecha la estancia para proseguir su formación y presenta su primera exposición individual en Sicilia. Tras regresar a España, retoma la docencia, pero no deja de pintar, y en 1966 protagoniza una exposición en la galería Edurne de Madrid con obras realizadas en Roma. Pero es el coleccionista Ernest Wuthenow, fundador de la Galería Juana Mordó –Madrid– quien promociona la obra de Isabel
Quintanilla en Hanover, Kassel Fráncfort, Hamburgo y Darmstadt. También la lleva a París, Nueva York, Helsinki, Róterdam y Múnich.
En 1996, el Centro Cultural Conde Duque de Madrid le dedica una antológica y la madrileña Galería Leandro Navarro, una monográfica. Veinte años después, en 2016, su obra se presenta en el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza en la muestra colectiva Realistas de Madrid. Un año y medio después, en octubre de 2017, Isabel fallece con 79 años.
La luz es la que te hace el dibujo
Sus cuadros parecen fotografías tomadas del día a día, sin filtros, sin editar. Pero encierran mucho más que una mera reproducción de la realidad: la emoción. Quintanilla es capaz de meter la primavera en un vaso de cristal, de guardar la fuerza de una sombra en un frasco transparente, de coser en un lienzo retales de lo cotidiano, de pintar la luz. Captar el rastro de la luz fue la gran obsesión de la pintora. Tanto la natural que se cuela por la ventana, como la artificial de una pequeña lamparilla.
En su obra, los espacios se llenan de ausencias. Salvo un par de excepciones, en las escenas de Quintanilla no hay personas. Ella consideraba que la presencia de alguien resta emoción a las impresiones del espectador, a sus descubrimientos dentro del lienzo, a los recuerdos. Porque, opinaba, “si hay una persona, ya te lo está explicando y es más difícil captar la emoción” propia encerrada en la pintura.
La retrospectiva: en seis secciones temáticas
Temprana declaración de intenciones, reúne un conjunto de diez obras tempranas que anuncian la estética inconfundible de la pintora y los elementos que la acompañarán durante toda su trayectoria: flores, frascos, frutas y otros objetos cotidianos.
Pintura de proximidad. Abarca 29 obras, entre dibujos y óleos, protagonizados por la luz. Ventanas, mesas, encimeras sobre las que descansan los vasos de cristal, uno de sus motivos favoritos. La emoción en la ausencia se dedica a los interiores domésticos. La meticulosidad es la clave de esos espacios vacíos, sin presencia humana, en los que refleja las habitaciones de su domicilio o taller: el dormitorio, el salón, un pasillo, una ventana, el aseo... Quintani
lla logra multiplicar los motivos pictóricos, reproduciendo la misma estancia desde un punto de vista diferente, como puede verse en Interior. Paco escribiendo (1995) e Interior de noche (2003). El cambio de luz también le sirve para convertir la misma estancia en otra pintura diferente.
Paisajes queridos se dedica a los paisajes abiertos y las vistas urbanas desde la altura. Fuera de la ciudad, la pintora se identifica con los campos extensos de Castilla, Extremadura y la sierra madrileña. Se incluyen vistas de Madrid, Roma y San Sebastián.
Compañeras. Junto a las obras de Isabel Quintanilla, se exhiben cuatro de Amalia Avia, cuatro de María Moreno, cuatro de Esperanza Parada —sus compañeras y amigas—, y dos de Francisco López, su marido.
Hortus conclusus es la última sección, dedicada a la naturaleza doméstica, a los lugares cercanos: el patio de su vivienda, el de su taller con arbustillos, frutales, flores, siempre fuente de inspiración para la artista.