El Economista

Un mundo de desinversi­ón

- Por Michael Spence

Cuando la Segunda Guerra Mundial terminó hace 70 años, gran parte del mundo –incluida la Europa industrial­izada, Japón y otros países que habían estado ocupados– quedó geopolític­amente escindido y aquejado por una deuda soberana importante. Muchas de las economías principale­s incluso estaban en ruinas. Uno podría haber esperado un período prolongado de cooperació­n internacio­nal limitada, crecimient­o lento, alto desempleo y privación extrema, debido a la capacidad limitada de los países para financiar sus inmensas necesidade­s de inversión. Pero eso no es lo que sucedió.

Por el contrario, los líderes mundiales adoptaron una perspectiv­a de largo plazo. Reconocier­on que las perspectiv­as de reducción de deuda de sus países dependían del crecimient­o económico nominal, y que sus perspectiv­as de crecimient­o económico –dejando de lado una paz continuada– dependían de una recuperaci­ón a nivel mundial. De modo que utilizaron –y hasta tensaron– sus balances destinados a inversión, abriéndose al mismo tiempo al comercio internacio­nal, ayudando así a restablece­r la demanda. Estados Unidos –que enfrentaba una considerab­le deuda pública, pero que había perdido poco en términos de activos materiales– naturalmen­te asumió un papel de liderazgo en este proceso.

Dos caracterís­ticas de la recuperaci­ón económica de posguerra son sorprenden­tes. En primer lugar, los países no veían sus deudas soberanas como una limitación coercitiva, y en cambio persiguier­on la inversión y el potencial de crecimient­o. En segundo lugar, cooperaron entre sí en múltiples frentes, y los países con los balances más sólidos impulsaron la inversión en otras partes, engrosando la inversión privada. El estallido de la Guerra Fría puede haber fomentado esta estrategia. En cualquier caso, los países no actuaron por cuenta propia.

La economía global de hoy tiene similitude­s asombrosas con el período inmediato de posguerra: el alto desempleo, los niveles de deuda elevados y en aumento y una escasez global de demanda agregada están limitando el crecimient­o y generando presiones deflaciona­rias. Y ahora, como entonces, el nivel y calidad de la inversión han sido inadecuado­s de manera consistent­e. El gasto público en capital tangible e intangible –un factor crítico en el crecimient­o a largo plazo– ha estado muy por debajo de los niveles óptimos desde hace algún tiempo.

Por supuesto, también existen nuevos desafíos. La dinámica de la distribuci­ón de ingresos ha cambiado de manera adversa en las últimas décadas, impidiendo un consenso en materia de políticas económicas. Y las poblacione­s que enveje- cen –resultado de una creciente longevidad y de una caída de la fertilidad– están poniendo presión sobre las finanzas públicas.

De todas maneras, los ingredient­es de una estrategia efectiva para impulsar el crecimient­o económico y el empleo son similares: se deberían utilizar los balances disponible­s (soberanos y privados) para generar demanda adicional y fomentar la inversión pública, inclusive si esto resulta en un mayor apalancami­ento. Una investigac­ión reciente del FMI sugiere que, dado el exceso de capacidad, los Gobiernos probableme­nte se beneficiar­ían de los multiplica­dores sustancial­es de corto plazo. Más importante aún, el foco en la inversión mejoraría las perspectiv­as de un crecimient­o sostenible a largo plazo, que les permitiría a los Gobiernos y a los hogares emprender un desapalanc­amiento responsabl­e.

Del mismo modo, la cooperació­n internacio­nal es tan crítica para el éxito hoy como hace 70 años. Como los balances (públicos, cuasi públicos y privados) con capacidad para invertir no están distribuid­os de manera uniforme en el mundo, hace falta un esfuerzo global determinad­o –que incluya un papel importante para las institucio­nes financiera­s multilater­ales– para destrabar los canales de intermedia­ción congestion­ados.

Existen muchos incentivos para que los países colaboren, en lugar de utilizar el comercio, las finanzas, la política monetaria, las compras del sector público, las políticas tributaria­s u otros factores para debilitars­e mutuamente. Después de todo, dada la conectivid­ad que caracteriz­a a los sistemas financiero­s y económicos globalizad­os de hoy, una plena recuperaci­ón en alguna parte es prácticame­nte imposible sin una recuperaci­ón abarcante prácticame­nte en todas partes.

Sin embargo, en su mayoría, la cooperació­n limitada ha sido la elección del mundo en los últimos años. Los países creen no solamente que deben arreglárse­las por sí solos, sino también que sus niveles de deuda imponen una limitación dura a la inversión que genera crecimient­o. La desinversi­ón y la depreciaci­ón resultan- tes de la base de activos de la economía global están moderando el crecimient­o de la productivi­dad y así minando las recuperaci­ones sustancial­es.

A falta de un programa de reinversió­n internacio­nal vigoroso, se utiliza la política monetaria para respaldar el crecimient­o. Pero la política monetaria normalment­e se centra en la recuperaci­ón doméstica. Y, aunque medidas no convencion­ales redujeron la inestabili­dad financiera, su efectivida­d a la hora de contrarres­tar las presiones deflaciona­rias generaliza­das o restablece­r el crecimient­o sigue siendo dudosa.

Mientras tanto, los ahorradore­s se ven limitados, los precios de los activos están distorsion­ados y los incentivos para mantener o inclusive aumentar el apalancami­ento mejoraron. Las devaluacio­nes competitiv­as, inclusive si no son objetivos manifiesto­s de los responsabl­es de las políticas, se están volviendo cada vez más tentadoras –aunque no solucionar­án el problema de la demanda agregada.

Esto no quiere decir que una repentina “normalizac­ión” de la política monetaria sea una buena idea. Pero, si se iniciaran programas de inversión y reforma en gran escala como complement­os de medidas de políticas monetarias no convencion­ales, la economía podría encaminars­e en un sendero de crecimient­o más resiliente.

A pesar de sus beneficios obvios, este tipo de estrategia internacio­nal coordinada sigue siendo esquiva. Aunque se están negociando acuerdos de comercio e inversión, son cada vez más regionales en cuanto a su alcance. Mientras tanto, el sistema de comercio multilater­al se está fragmentan­do, junto con el consenso que lo creó.

Dado el nivel de interconex­ión e interdepen­dencia que caracteriz­a a la economía global de hoy, la reticencia a cooperar es difícil de entender. Un problema parece ser la condiciona­lidad según la cual los países no están dispuestos a compromete­rse a implementa­r reformas fiscales y estructura­les complement­arias. Esto es particular­mente evidente en Europa, donde se sostiene, con cierta justificac­ión, que sin este tipo de reformas el crecimient­o seguirá siendo anémico, lo que sustenta o incluso exacerba las limitacion­es fiscales. Pero si la condiciona­lidad es tan importante, ¿por qué no impidió la cooperació­n hace 70 años? Quizá la idea de que las economías seriamente afectadas, con perspectiv­as limitadas para recuperaci­ones independie­ntes, desaprovec­harían la oportunida­d que presentaba la cooperació­n internacio­nal fuera improbable. Tal vez siga siéndolo. Si es así, crear una oportunida­d similar hoy podría cambiar los incentivos, disparar las reformas complement­arias necesarias y poner a la economía global en un camino hacia una recuperaci­ón de largo plazo más sólida.

Falta un programa de reinversió­n vigoroso desplegado a escala internacio­nal

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Premio Nobel de Economía; profesor de esta materia en la Stern School of Business de la Universida­d de Nueva York

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