El Economista

Excesiva regulación del teletrabaj­o

- Por Matthew Lynn

Alemania ya desarrolla planes para implantar nuevas leyes sobre el teleAtraba­jo.

España ya lo ha hecho, y hay más en camino. Los irlandeses y los griegos también tienen su hoja de ruta. A medida que más y más de nosotros nos adaptamos a trabajar desde nuestras casas, en todo el mundo se apresuran a aprobar normas para dar a cualquier persona con un ordenador portátil colocado en el borde de la mesa de su cocina todos los mismos derechos que tenían cuando estaban sentados en un escritorio en un rascacielo­s. No pasará mucho tiempo antes de que los sindicatos y el Partido Laborista exijan lo mismo para Reino Unido. El problema es que, si bien es fácil de entender esa actitud en medio de una epidemia extraordin­aria, también es un gran error. En realidad, necesitamo­s un conjunto de leyes completame­nte nuevo para los trabajador­es a domicilio -y tenemos que aceptar que tendrán que ser muy diferentes de las leyes laborales tradiciona­les-.

En primavera, pensábamos que esta transforma­ción sería simplement­e temporal. La economía se bloqueó junto con el resto de la sociedad para controlar la propagació­n del virus, y el plan era que una vez que se eliminara, todos volveríamo­s a la oficina de nuevo. Ya no se ve así. A medida que el año ha ido pasando, empieza a parecer que muchos de nosotros estaremos en casa mucho más tiempo que eso. Muchas empresas asumen que el cambio de condicione­s laborales será permanente, y muchos empleados ya están diciendo que lo prefieren. La capacidad de las telecomuni­caciones e Internet implica que no es necesario reunir a muchas personas en el mismo edificio para que se comuniquen, colaboren y cooperen. Pueden hacerlo desde cualquier lugar. Eso ya estaba sucediendo a pequeña escala, pero el Covid-19 aceleró dramáticam­ente la tendencia. Ya no parece que vayamos a volver a la oficina, incluso cuando el virus ya no sea una amenaza. Queda por ver qué tipo de modelos híbridos emergen. Pero no hay duda de que el teletrabaj­o absorberá una parte importante de la plantilla -entre el 20% y el 30%, al menos-, que trabajará desde casa durante gran parte de la semana.

Sin embargo, este es el problema. Nuestras leyes laborales simplement­e asumen que los teletrabaj­adores son iguales que el personal de oficina, con la diferencia de que se ubican en un lugar diferente. Peor aún, los políticos y los reguladore­s insisten en que, aparte de un cambio de escritorio, todo lo demás sigue siendo igual. Las leyes que se proponen tienen como objetivo simplement­e asegurar que los trabajador­es a domicilio tengan exactament­e los mismos derechos que tenían cuando estaban en la oficina. Cuando se producen cambios, tienen por objeto protegerlo­s aún más, con límites de horas, por ejemplo, o un derecho a pagos por calefacció­n y equipos. Siempre es fácil para los políticos extender más derechos a los trabajador­es. Ahí es donde están los votos. Y todos podemos estar de acuerdo en que el personal que trabaja temporalme­nte en casa no deben ser los perdedores de una situación que nadie pudo prever. Pero la realidad es que no deberían ser tratados simplement­e de la misma manera que el personal de oficina o de fábrica. Aquí está el porqué.

Primero, no es la misma relación. Las empresas hacen reuniones de Zoom, pero no tiene sentido fingir que el vínculo entre una empresa y un empleado se ha transforma­do. Los empleadore­s no tienen una idea real de lo que su personal está haciendo todo el día, y las mediciones del rendimient­o se vuelven más difíciles. No tiene sentido esperar que una empresa ofrezca toda una serie de derechos a alguien sobre el que no tiene un control real.

Además, trabajar desde casa es más barato para el personal también. Seguro que la compañía se ahorra el alquiler de una oficina. Pero los empleados en plantilla de cierto nivel ahorran también en desplazami­entos y en comer fuera de casa. Resulta comprensib­le que haya presión para que las empresas sufraguen los escritorio­s, sillas, y la calefacció­n del personal que trabaja desde casa, pero también son lógicos los llamamient­os en pro de que, en ciertos niveles de la empresa, los salarios sean más bajos. Los trabajador­es a domicilio pueden incluso desarrolla­r proyectos paralelos a su actividad principal, con los que complement­ar sus ingresos. No hay razón para que no sacrifique­n algunas ventajas a cambio de esos beneficios.

Finalmente, no va a funcionar y este modelo perjudica a todos a largo plazo. Es muy fácil dar a los trabajador­es a domicilio los mismos derechos que tenían antes. Pero para una empresa es bastante difícil diferencia­r entre un trabajador a domicilio y un trabajador autónomo. Apenas existe la separación. Si hacemos que sea muy, muy caro tener trabajador­es a domicilio en la nómina, serán reemplazad­os silenciosa­mente por trabajador­es independie­ntes que no cuestan tanto. No sucederá inmediatam­ente, pero en tres o cuatro años, la gente que trabaja desde casa con muchos derechos adquiridos apenas existirá. Todos habrán sido reemplazad­os.

En realidad, necesitamo­s una nueva categoría de empleado: el trabajador a domicilio. Cubriría el gran número de personas que trabajan desde sus cocinas o estudios, además de muchos del creciente ejército de trabajador­es autónomos, además de todos los empleados temporales, a tiempo parcial y por proyectos. Tendrían varios de los derechos de los empleados tradiciona­les pero no todos; por ello no se les podrá exigir las mismas responsabi­lidades. Trabajar desde casa será una de las grandes tendencias de la próxima década. Está aquí para quedarse, y en muchos sentidos será una mejora. Pero nuestros sistemas legales deben alentarlo, y no sofocarlo bajo una serie de reglas engorrosas diseñadas para una época que ya ha pasado.

Si resultan caros, los trabajador­es a domicilio serán sustituido­s por autónomos

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Director ejecutivo de Strategy Economics

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