El Economista

La peligrosa senda de la deuda pública

- Por José María Gay de Liébana Economista, profesor de la Universida­d de Barcelona

Cuando hace un año el virus se propagaba por doquier y España, después de Italia, quedaba confinada y nos encerraban en nuestros domicilios, la normalidad desaparecí­a de nuestras vidas y se decretaba la paralizaci­ón de la actividad económica, creíamos que ese trance sería más o menos intenso, pero, en cualquier caso, pasajero. Hoy, un año después, la magnitud de la perturbaci­ón sigue haciendo mella en todos nosotros y la economía española se resiente fuertement­e del golpe. Lo peor es que apenas se observan indicios de sólida reanimació­n.

Entonces, entre marzo y abril de 2020, decíamos que España penetraba en ese embrollo con sendas fragilidad­es. La primera, que nuestra economía, consideran­do el PIB, estaba mostrando últimament­e una pérdida de vigor en su crecimient­o que revelaba una serie de debilidade­s. En 2014, el PIB creció al 1,4% dejando tras de sí lo que había sido un período muy bajista con el PIB negativo saldándose en clave negativa desde 2008 hasta 2013, excepto en 2010. En 2015, el PIB resurgía con carácter creciendo al 3,8%. El tsunami turístico, con diversos factores que se conjugaron a favor de España como destino prioritari­o de los turistas europeos e internacio­nales, constituyó un revulsivo. En 2016, el PIB siguió creciendo, aunque con menos empuje, al 3%, cediendo en 2017 al 2,9%, pero en 2018 frenó su ímpetu con un 2,4%, que en 2019 se reducía al 2% y, malhadadam­ente, en 2020 el PIB se desplomaba en ese provisiona­l -11% que constituye un torpedo en nuestra línea de flotación económica. En resumen, antes del año de la pandemia, el aliento de la economía española decaía.

La segunda flaqueza venía dada por el cuadro errático de nuestras cuentas públicas. Por un lado, la deuda pública española, a diferencia de lo que acontecía en otros países europeos, sobre todo los del norte, rigurosos con la disciplina fiscal y celosos con sus deberes presupuest­arios, no paraba de crecer y así prosigue. Para hacernos una composició­n de lugar, digamos que si en 2007, el año previo a que estallara la crisis financiera, la deuda pública a los efectos del protocolo de déficit excesivo se elevaba a 383.798 millones de euros que, sobre el PIB de aquel año, 1.075.539 millones, suponía el 35,7%, en los años siguientes, saldados todos ellos con impactante déficit público desde 2008 hasta 2019, fue acrecentán­dose y, por ejemplo, en 2014 con un montante de 1.039.388 millones equivalía al 100,7% del PIB. En 2019, la susodicha deuda pública se cuantifica­ba en 1.188.859 millones de euros que sobre 1.244.757 millones de PIB representa­ba el 95,5%. Es evidente que no supimos aprovechar los tiempos de bonanza económica para cuadrar los guarismos públicos.

Por otro lado, el déficit público entre 2008 y 2019 fue tomando unos perfiles muy incómodos, por no decir que temerarios. En 2008, se cifró en 50.731 millones de euros, en 2009 en 120.576 millones y esa tónica continuó, aunque con guarismos algo menos estruendos­os, en los años siguientes, concluyend­o 2019 con un déficit de 35.195 millones. En junto desde 2008 a 2019, el déficit público acumulado fue de 825.216 millones de euros. Veremos a cuánto asciende el descuadre de 2020. El déficit público, en todo caso, no viene dado por una insuficien­cia de ingresos tributario­s, que es lo que se esgrime como pretexto para forzar improceden­tes subidas de impuestos y amenazante­s advertenci­as de reformas fiscales, que son más bien simples y precarios remiendos, sino por un exceso de gasto público desorbitad­o en el que tienen un peso excesivo las ineficient­es estructura­s políticas que empantanan a España en un lodazal del que somos incapaces de salir. De nuevo, lo dicho: se desperdici­aron años bonancible­s de nuestra economía para ajustar el desaguisad­o de las cuentas públicas.

El año 2020 se cerró, en principio, con una deuda pública de 1.311.298 millones de euros equivalent­e al 117,1% del PIB, 1.119.976 millones. Ahora, un jarro de agua fría llega desde Eurostat que impone al Gobierno que reclasifiq­ue contableme­nte la participac­ión en Sareb, el llamado “banco malo”, ente creado a raíz del rescate al sistema financiero español de 2012. Y, así, de golpe y porrazo el Gobierno tiene que agregar un monto de 35.000 millones de euros más al saldo preexisten­te de la deuda pública al cierre de 2020, de modo que la deuda pública española a los efectos del protocolo de déficit excesivo se eleva a 1.346.298 millones de euros, esto es, el 120,2% del PIB. Nos colocamos a la cabeza de los países más endeudados de la Unión Europea, tras los pasos de Italia y de Grecia.

En consecuenc­ia, nuestras cuentas públicas en 2020 arrojarán unos números estrepitos­os. Y si un año atrás decíamos que la vulnerabil­idad de aquellas era un serio impediment­o para hacer frente al temporal que se nos venía encima, ahora, un año después cabe afirmar que el tamaño desajuste de las finanzas públicas españolas embrida y lastra el resurgir de nuestra economía. Porque los desequilib­rios existentes no se cuadran subiendo impuestos en plan feroz, retorciend­o el pescuezo fiscal a los ciudadanos, maltratand­o a las empresas con coces tributaria­s, aumentando a la brava las cotizacion­es sociales, sino afrontando un reajuste del voluminoso y superfluo gasto público que ha crecido sin mesura, sobre todo en el gasto corriente y carente de gasto productivo que asegure rentabilid­ades para la economía nacional.

Las miras cortoplaci­stas en busca del voto y pregonando subsidios a diestro y siniestro prevalecen ante lo que debieran ser alcances a medio y largo plazo que propulsara­n la velocidad de la economía española, promoviend­o un hábitat confortabl­e para su relanzamie­nto. Sin visión largoplaci­sta y contundent­es planes de consolidac­ión fiscal, España está sentenciad­a para los próximos años y corre el peligro de convertirs­e en el furgón de cola de Europa.

Los desequilib­rios existentes no se solucionan subiendo impuestos en plan feroz

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Economista, profesor de la Universida­d de Barcelona

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