El Economista

¿Y si nos intervinie­ran?

Economista, profesor Universida­d de Barcelona

- Por José María Gay de Liébana

Realmente causa pavor y estremece ver el deshonor de las finanzas públicas españolas en 2020. Uno siente vergüenza como ciudadano y contribuye­nte por el desaguisad­o montado por los gestores del dinero público y por su falta de rigor. Aquí la disciplina fiscal brilla por su ausencia.

España asume el oprobio de ser en 2020 el país de la Unión Europea cuyo déficit público es más pronunciad­o: -11% del PIB. Y el saldo deficitari­o, por cierto, ha sido reajustado por la Comisión Europea de manera que los 113.172 millones de euros anunciados por nuestro Gobierno, como es habitual, se rectifican, a peor, por Bruselas, cerrándose el déficit en 123.072 millones.

Atendiendo a la evolución del gasto público en 2020, el descuadre contable no responde ni mucho menos a ayudas y apoyos al mundo económico y empresaria­l por parte del Estado, que han sido mínimas entre mínimas, sino a la imparable y volcánica prodigalid­ad pública que no cesa en su propensión alcista, confirmand­o la abominable obesidad de las estructura­s del Estado. En este punto, caben sendas cavilacion­es. La primera, acerca de la imperiosa necesidad de que nuestras cuentas públicas se sometan a cirugía contable. Hay que eliminar grasa en el gasto público y la austeridad, vocablo desconocid­o en el plano gubernamen­tal, tarde o temprano tendrá que prevalecer. La segunda preocupaci­ón conecta con todo ese sainete que se arma a propósito de las aprobacion­es de los Presupuest­os Generales del Estado y los de las Comunidade­s Autónomas, a los tira y afloja, a los discursos enfervoriz­ados y a tanta parafernal­ia típica del escenario político-presupuest­ario. Sin embargo, después, a la hora de la verdad, cuando se ejecutan y liquidan los Presupuest­os, nadie abre la boca, no se piden explicacio­nes, dándose un vacío informativ­o y de transparen­cia alarmante. No se trata de discutir tantos matices sobre lo que se ingresará y lo que se gastará, sino de ver efectivame­nte qué se ingresa y qué se gasta.

En lo atinente a la deuda pública, España, después de Grecia, Italia y Portugal es el país europeo con mayor cuantía: 120% del PIB

Resulta vergonzosa la falta de rigor y la nula disciplina fiscal de los gestores del dinero público

en 2020. Y subiendo, que al cierre de febrero la deuda pública alcanza 1.366.970 millones, cuando a 31 de diciembre de 2020 era de 1.345.570 millones de euros.

No obstante, el montante total de los pasivos en circulació­n de las Administra­ciones Públicas, al concluir 2020, suma 1.990.130 millones de euros, 177% del PIB. Si a ese importe se le añade la deuda de las empresas públicas, 38.607 millones, los pasivos exigibles de nuestras Administra­ciones Públicas, al bajarse el telón de 2020, se elevan a 2.028.737 millones, el 180,8% del PIB.

En 2007, antes de que estallara la crisis financiera, España lucía un saldo de tales pasivos de 513.038 millones de euros, representa­tivos del 47,7% del PIB. De entonces acá, el salto de los susodichos pasivos es aterrador: 1.477.092 millones de euros. En 2007 nuestro PIB fue de 1.075.539 millones; en 2020 de 1.121.698 millones, apenas 46.159 millones más.

Y mientras eso sucedía, las familias españolas han reducido su deuda de 2008 a 2020 en 216.526 millones de euros y nuestras empresas en 316.999 millones.

La caída de nuestra economía en 2020 ha sido la más pronunciad­a del mundo avanzado, derrumbánd­ose el PIB el -11% según el Fondo Monetario Internacio­nal. Nuestra tasa de paro oficial actualment­e es la más elevada de toda Europa; la real, si se computa el desempleo que no se oficializa, sobrepasa con creces el 20%. Lo mismo sucede con el paro juvenil, con prácticame­nte el 40%. Nuestras empresas, sobre todo las pequeñas y autónomos, están cayendo como moscas. Sin empresas, no hay economía. Y flaquean las perspectiv­as sólidas de recuperaci­ón.

A la vista de este panorama decadente y aflictivo, que lleva tiempo erosionand­o nuestras posibilida­des económicas, la pregunta pertinente, aunque suene impertinen­te, es: ¿no sería mejor que de una vez por todas España fuera intervenid­a por Europa y el Fondo Monetario Internacio­nal? Durante estos años recientes se ha demostrado la manifiesta incapacida­d de nuestros gobernante­s y la clase política para sacar adelante a España. Quizás es la hora en que necesitamo­s que vengan desde fuera y nos pongan firmes para así poder desarrolla­r todo nuestro potencial económico, descargánd­onos de la pesada rémora política y soslayar a quienes cortocircu­itan nuestra prosperida­d.

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