Amnesia y memoria en la reforma de las oposiciones
En España tenemos muchos problemas, muchos más de los que teníamos hace poco más de un año. Es evidente que una pandemia global por sí misma es un enorme problema. Pero a los problemas sanitarios, como sabemos todos, se están sucediendo los económicos. Además de las dificultades económicas y sociales surgidas de la pandemia, tenemos complicaciones económicas y sociales “heredadas” que la pandemia ha agravado o nos ha puesto de manifiesto. Todo esto ha evidenciado la necesidad de “reformas” en múltiples ámbitos, que son costosas y no precisamente sencillas. Solo hay que pensar, por ejemplo, en algunas de las cuestiones que están dando problemas en las negociaciones con las autoridades comunitarias, de cara a los fondos comunitarios: la reforma laboral, la de pensiones y la reforma fiscal.
En todos estos ámbitos, y en algunos otros, una reforma administrativa podría ser conveniente. Por otra parte, la pandemia también ha puesto de manifiesto problemas en las Administraciones Públicas, con necesidades, por ejemplo, de mejoras en el teletrabajo, que ahora ya no es el futuro sino, al menos en buena medida el presente, y para el que no todas las Administraciones en España estaban preparadas. Sin embargo, el sistema de acceso a la función pública no era objeto de debate, hasta ahora.
Hace unos días trascendió que el Ministerio de Función Pública había creado una comisión para la reforma del acceso a la función pública. Lo que más ha sorprendido han sido las opiniones de alguno de los expertos de la Comisión que señalan que “hay que cambiar de forma radical el sistema”, “no es atractivo dedicar años a memorizar temas”, “no está claro que las competencias que necesite el empleado público sean básicamente memorísticas”, o incluso “puedes formar parte del Gobierno de Su Majestad sin memorizar nada”: en fin, olvidemos que la memoria es necesaria e importante.
Quizás como no soy amnésico, a mí no se me ha olvidado que opositar nunca me había parecido atractivo, ni a mí, ni a nadie que conociese. Aún menos se me ha olvidado que fueron años muy duros. Sin embargo, de lo que no podemos olvidarnos es de que aprender cuesta esfuerzo. Por supuesto, se puede discutir cuál es la carga memorística necesaria para saber realmente de un tema. Pero, hay que tener en cuenta que no es pequeña y que sí, claro que cuesta esfuerzo. Pero seleccionar y formar buenos profesionales no es posible si los que aspiran a serlo no se esfuerzan. Y la clave de una buena Administración es que haya buenos profesionales, y eso requiere que los que aspiran a serlo aprendan, y sí, eso exige entre otras cosas memorizar.
El principal beneficiario de que una Administración funcione, para lo que es imprescindible que tenga buenos profesionales, es el ciudadano. Todos queremos jueces que sepan Derecho y médicos que sepan Medicina. Y todos necesitamos que los conocimientos se verifiquen en pruebas objetivas. Por supuesto, también queremos profesionales inteligentes, pero la única forma en que se puede pensar sobre algo es haberlo aprendido;
Merecemos funcionarios de alta cualificación, seleccionados por mérito y capacidad
es decir, memorizado y entendido previamente. Y la única forma de solucionar muchos problemas es tener un conocimiento amplio, con las interrelaciones correspondientes: se piensa sobre lo que hay en la memoria
No sé cuál será el informe que rendirá la comisión creada para la reforma del sistema de oposiciones. Pero me preocupa -y creo que no soy el único- que los motivos para la reforma sean hacer más atractivo algo que no debería serlo. Las actuales oposiciones no son perfectas, desde luego, pero también son perfectamente susceptibles de empeorar, en muchos sentidos. Uno de ellos es que los nuevos funcionarios, que tienen que realizar tareas esenciales, no sepan lo suficiente. Pero otro, es que no prime el mérito y la capacidad, que no solo son dos cosas deseables, sino imperativos constitucionales, para que pasen a hacerlo otros factores. Y el gran perjudicado de todo esto siempre es el ciudadano de a pie que recibe peores servicios.
Al final, un sistema de selección siempre existe. Lo que no disminuye es el interés de las nuevas generaciones por ocupar distintos puestos, en parte por condiciones económicas o laborales, en parte por vocación de servicio público, a menudo por prestigio social… Pero el número de puestos es inferior al de aspirantes. Y casi todos estos puestos exigen preparación y conocimientos. Y la preparación necesaria para tener el conocimiento suficiente no es precisamente atractiva, aunque el puesto sí lo sea. Los ciudadanos se merecen funcionarios cualificados, seleccionados por mérito y capacidad, porque solo así la Administración Pública podrá cumplir su mandato de servir con objetividad a los intereses generales.
En mi ámbito, el de la fiscalidad, he visto profesionales del sector privado que sabían mucho. Pero, por supuesto, habían estudiado y memorizado mucho. Además, los procesos selectivos en los grandes despachos y consultoras no consisten realmente en pasar una entrevista. Además, en los primeros años, todos estos profesionales se pasan muchísimas horas de trabajo, muchísimas más de las que desearían incluso las personas más trabajadoras. Esto puede no ser muy atractivo, pero formarse no es gratis, cuesta esfuerzo…
Quizás no sea una prioridad, o no debiera serlo visto el panorama, la reforma del sistema de oposiciones a la función pública. No obstante, siempre se puede mejorar, pero no parece razonable que la idea preconcebida de los expertos sea que se necesitan cambios radicales y que hay que sustituir pruebas claramente objetivas y conocimiento necesarios, “porque no es atractivo para los eventuales aspirantes” por otros sistemas, que indudablemente pueden ser más atractivos y cómodos para algunos aspirantes, pero de más difícil medición como “el trabajo en equipo”, “en entornos colaborativos” o la “capacidad de innovación”.
Para concluir, señalaba Ignacio de Loyola que no se debían “acometer mudanzas en tiempos de desolación”. A veces esta máxima no se puede cumplir porque no queda más remedio que reformar en tiempos de tribulación, quizás por no haber hecho las reformas cuando se debía, en tiempos mejores. Sin embargo, acometer, en tiempos de turbulencia, reformas que casi nadie ha reclamado es, como mínimo, sorprendente. Pero incluso para acordarse de estas máximas hay que tener memoria y no amnesia.