EL IPC NO SE FRENA CON MÁS GASTO PÚBLICO
La inflación nos empobrece. Por eso, el objetivo prioritario de política económica en estos momentos debe ser terminar con ella. A veces se olvida que si la inflación acumulada en el segundo trimestre del año fue del 2,8% (del 3,3 de abril al 6,1 de junio), un crecimiento del PIB del 1,1% en el mismo período no nos hace más ricos, reduce nuestro poder de compra 1,7 puntos. Además, la subida de precios hace a nuestras empresas menos competitivas, lo que se traducirá en desempleo en el medio plazo, pues tampoco debemos quedar atrás que, si bien la inflación afecta a nuestros competidores más directos, España tiene un diferencial negativo respecto a ellos también en esta variable.
La inflación que padecemos presenta elementos de oferta y de demanda y se fundamenta, por una parte, en una política monetaria expansiva desde hace décadas que ha financiado a la demanda, ante la incapacidad de la oferta para responder al incremento de aquella en diversos momentos, –quizás el más violento fue el que se produjo a partir de que se superaran las medidas más drásticas contra la pandemia– y, por otra, en una política energética equivocada que terminaría fracasando, al menos, en el corto plazo. La invasión de Ucrania solo hizo agravar la situación introduciendo más tensiones en los precios.
El componente monetario de la inflación provocó que el 21 de julio, el Banco Central Europeo diese carta de naturaleza a los anuncios que había realizado un mes antes y subiera los tipos de interés al 0,50%, lo que se unió a la decisión de reducir la compra de bonos de los estados miembros. Aunque más tarde que en otras áreas, las autoridades europeas han decidido reducir la oferta monetaria con la intención de contener la demanda agregada.
En buena lógica económica, el gobierno debería acompañar al Banco Central Europeo en ese propósito, pero lejos de hacerlo, sigue gastando indiscriminadamente aprovechándose de unos ingresos extraordinarios, incrementado el déficit estructural y la deuda en lugar de, como le ha señalado el Banco de España y la AIReF, aliviar los problemas de los más vulnerables con medidas dirigidas específicamente a ellos. En este sentido, si el propósito es luchar contra el empobrecimiento que provoca la inflación, es un error incrementar el techo de gasto para 2023 hasta casi doscientos mil millones de euros, un 38% mayor que el de 2020 si excluimos los gastos pagados con los fondos europeos, en un contexto en el que el gasto público crece indefinidamente desde hace más de una década, pagando los intereses de la deuda con más deuda.
Sin embargo, ese giro en la política fiscal que debería acometer urgentemente el gobierno, supondría el reconocimiento de su rotundo fracaso contra la subida de precios, lo que se uniría a la constatación de que las decisiones tomadas con ese objetivo en los últimos meses no obedecen a ninguna estrategia, parecen más bien ocurrencias que se cambian cada quince días, acumulando anuncios fracasados y remedios mágicos, que terminan en el ridículo como el de la llamada excepción ibérica, presentada con tal pompa que hoy causa bochorno leer las declaraciones de los miembros del gobierno que acompañaron su anuncio.
Acreditada la incapacidad para obtener buenos resultados en la lucha contra la inflación, como ratifica el 10,8% del mes de julio, se han centrado en construir un relato según el cual, la subida de precios, que provoca Putin con la invasión, está sirviendo para que se enriquezcan los poderosos a costa de los más vulnerables, lo que constituye una injusticia frente a la que el gobierno responderá.
Un buen ejemplo lo pudimos comprobar en el debate del Estado de la Nación celebrado durante el mes de julio: a los poderosos se les dio la forma de las compañías eléctricas y bancos, que obtienen unas ganancias extraordinarias como consecuencia de la inflación, lo que justificaría que se les grave con más impuestos para sufragar el gasto que mitigue los problemas planteados por la subida de precios.
De esta forma, la política fiscal deja de ser el conjunto de decisiones que se adoptan sobre los ingresos y gastos públicos para solucionar los problemas de los ciudadanos y lo convierten en un mero instrumento al servicio de un relato. Es otro ejemplo de esa peculiar manera de gobernar en la que lo importante no es servir al interés general del país, sino resistir un día más en el gobierno, pero no para hacer, sino para estar; da igual el resultado, es indiferente que el gobierno haya intentado ya gravar los beneficios caídos del cielo de las eléctricas con escaso éxito técnico y recaudatorio o que el impuesto a los bancos implique un acuerdo con Bruselas, como ya ha advertido el Banco de España; no importa que si se tienen más beneficios se pague más por el impuesto de sociedades o la legalidad de este gravamen extraordinario o que al final lo paguen los más vulnerables directamente o en forma de más inflación, porque lo importante es el discurso, lo importante es el relato.
Entretanto, las familias españolas ven mermado su poder de compra y las empresas su competitividad, porque esto no va de nuevos impuestos, de subir los existentes y de gastar más e indiscriminadamente, sino precisamente de lo contrario, de bajar impuestos y reducir el gasto público selectivamente.
Estamos perdiendo competitividad y eso, en el medio plazo, se traducirá en desempleo