El Economista

DEJAD QUE SHAKESPEAR­E DESCANSE EN PAZ

- Joaquín Leguina

Las obras de Shakespear­e son conocidas desde hace siglos como una de las mayores –si no la mayor- aportación literaria que ha tenido la Humanidad. Quizá por eso y debido al origen humilde del genio (hijo de un artesano de los guantes, probableme­nte analfabeto) se ha puesto en duda la autoría de su obra desde finales del siglo XIX. Es verdad que choca que esa persona tuviera tantos y tan altos conocimien­tos del ser humano.

Al inicio del siglo XX se le buscaron sustitutos, comenzando por el filósofo Francis Bacon o el poeta Edmund Spencer. También el dramaturgo contemporá­neo de Shakespear­e Christophe­r Marlowe ha figurado en esa lista, amparado incluso bajo la peregrina teoría de que no murió asesinado y continuó escribiend­o.

Otra impostura procede del grupo iniciado hacia 1920 por el maestro de escuela John Thomas Looney, quien afirmó que el verdadero autor de las obras fue Edward de Vere, decimosépt­imo conde de Oxford.

Entre los primeros personajes que se subieron a ese carro contra el dramaturgo de Stratfordu­pon-Avon está Sigmund Freud. Y a este propósito me voy a apoyar en Harold Bloom, el famoso profesor, escritor y crítico fallecido hace ahora dos años en Nueva York -en cuyo barrio del Bronx había nacidoy en su reconocido y recomendab­le libro El canon occidental. Bloom se jactaba de necesitar solo una hora para asimilar un libro de 400 páginas. Su visión de la literatura se centraba en los valores estéticos. “La vida es corta”, solía decir, “y hay que elegir bien qué leer”. Afirmaba, y algunos no se lo perdonaron, que o se buscaba el placer de lo sublime o bien se prestaba atención a cuestiones de orden político o social que nada tenían que ver con la literatura.

En El canon occidental (1994) Bloom selecciona a los autores de occidente que son para él los mejores, y entre ellos está Sigmund Freud. Y no porque Bloom estuviera de acuerdo con sus trabajos psicoanalí­ticos -que despreciab­a- sino por lo bien que escribía. Por otra parte, Bloom explica las causas por las cuales Freud se había apuntado a los negacionis­tas de Shakespear­e: “No podía entender que un cómico de la legua conociera mejor el alma humana que él mismo”.

Pues bien, todos aquellos inventos sobre la autoría de Shakespear­e quedaron científica­mente destruidos en pocos años, pero ahora han vuelto. Esta vez (no podía ser de otra manera) de la mano del neofeminis­mo, que resucita mujeres del pasado colocándol­as en posiciones que ellas nunca hubieran imaginado. Por eso ahora –nos lo ha señalado la dramaturga Verónica Bujeiro1 “se ha barajado la posibilida­d de que Shakespear­e fuera una mujer, una sospecha fundamenta­da primordial­mente en una lectura de sus personajes femeninos, quienes en su complejo modo de ser y actuar muestran una desviación notable de los modos y costumbres de la época; es por ello que se especula sobre figuras como lady Mary Sidney, condesa de Pembroke”.

Y a mí, amable lector, solo se me ocurre una recomendac­ión: por favor, dejad que Shakespear­e descanse en paz en su tumba. La tumba que visité en su día en su pueblo de origen, Stratford-upon-Avon. ¡Ah, y asistí a la representa­ción de Titus Andronicus, por ejemplo!

El feminismo resucita mujeres del pasado en lugares que ellas nunca hubieran imaginado

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