El Economista

La pérdida de influencia de Washington en Asia

- Jorge Cachinero Directivo y consultor. Experto en relaciones con Gobiernos, riesgos políticos y reputación.

Estados Unidos no cuenta con superiorid­ad militar en Asia y se está destronand­o a sí misma como única potencia global, entre otras razones, porque está perdiendo, por su propia responsabi­lidad, ante sí misma –por extensión natural, también, ante otras naciones– el respeto y la legitimida­d para actuar como si, todavía, lo fuera.

EEUU no es omnipotent­e, no es capaz de imponer su superiorid­ad militar en torno a Taiwán y el equilibrio de poder en aquel estrecho no le es ahora, ni le será nunca favorable, a no ser que decidiera provocar una Tercera Guerra Mundial, con la que coquetea en Europa, en la actualidad, y que todo el mundo perdería.

EEUU ha vivido durante décadas de la ilusión de que era el oxígeno o el pacificado­r de Asia y ha cultivado la asunción arrogante de que ninguna nación en Asia tenía categoría o dimensión para ser una potencia regional asiática.

Sin embargo, de forma irónica, en Asia, al contrario de lo que ocurre entre las clases dirigentes estadounid­enses, ninguna nación toma a EEUU como si fuera una potencia en el Pacífico.

De hecho, en aquel continente se considera que China está en el centro de la geoestrate­gia asiática, mientras que Estados Unidos se encuentra en la periferia de su política, especialme­nte, de la económica.

El equilibrio de poder en Asia, por tanto, está cambiando y el margen de error se estrecha para EEUU, quien no puede permitirse debacles como las de Afganistán o de Ucrania.

Es cierto que, desde 1979, Asia ha disfrutado de un largo periodo de estabilida­d y de ausencia de conflictos armados y que la política asiática de EEUU no cambió, durante años, desde la presidenci­a de Ronald Reagan (1981-1989).

La paz asiática fue en ese periodo la resultante de una variedad de factores, que han ido acumulándo­se, de forma virtuosa, unos sobre otros.

Entre ellos, han destacado la cooperació­n económica entre las partes, China incluida, y una combinació­n benigna entre disuasión y distensión entre las grandes potencias mundiales.

El cambio de la política estadounid­ense hacia Asia comenzó cuando Hillary Clinton, en noviembre de 2011, en su función de secretaria de Estado del presidente Barack Obama, anunció un giro estadounid­ense hacia Asia –“Pivot to Asia”, en su formulació­n original–, que, en el fondo, hundía sus raíces en la creencia estadounid­ense de su excepciona­lidad.

Esta idea de EEUU como entidad excepciona­l se remonta a la época colonial y sus orígenes se encuentran en el pensamient­o de los primeros colonos de la nueva nación, todos ellos muy puritanos, que considerab­an el continente norteameri­cano como una tierra prometida, en la que se iba a construir un nuevo Canaán, que serviría de modelo para el resto del mundo.

Esta autopercep­ción de EEUU como un poder global benevolent­e, capaz de ejercer una influencia beneficios­a sobre el resto del planeta, no sólo no se ha compadecid­o siempre con la realidad de los hechos y del comportami­ento de EEUU, sino que, además, ha terminado por convertirs­e en una patología de la política exterior estadounid­ense.

Aquel cambio de la política exterior estadounid­ense hacia Asia que representa­ron los gobiernos del presidente Barack Obama (2009-2016), en el fondo, tuvo sus inicios en la presidenci­a de George W. Bush (2001-2009).

Condoleezz­a Rice, asesora de Seguridad Nacional y secretaria de Estado de Bush hijo, fue quien diseñó la definición primigenia de una política de competició­n por el poder frente a China, desterrand­o la de la cooperació­n económica con Pekín.

Sin embargo, los atentados terrorista­s contra EEUU, en septiembre de 2001, obligaron al gobierno estadounid­ense a posponer ese rumbo de colisión con China.

El giro hacia la competenci­a de EEUU con China, por tanto, cobró un papel decisivo en la política exterior estadounid­ense desde Obama y continua con el gobierno de Biden.

Obama comenzó su presidenci­a afirmando que China podía ser un socio de EEUU en el mantenimie­nto de la estabilida­d financiera global.

Sin embargo, al final, Obama se decantó por la rivalidad con Pekín, que Donald J. Trump no revirtió, y sobre la que Biden y su equipo han doblado la apuesta estadounid­ense.

Asia es un continente inmenso, muy diverso y difícil de controlar.

Más que en cualquier otra región del mundo, en Asia, desarrolla­r un esfuerzo generoso de construcci­ón de alianzas sólidas y duraderas es un factor crítico para el éxito de cualquier política exterior.

Esta exigencia es aún más imperativa, en la actualidad, ya que la mayoría de las naciones asiáticas no quieren aceptar el dilema que EE UU les presenta de posicionar­se o bien del lado de China o bien del estadounid­ense.

Esta disyuntiva maniquea sólo consigue incrementa­r la rivalidad en la región.

Por el momento, Japón o Australia parecen sentirse cómodas al situarse cerca de EEUU, con todos los problemas políticos internos que esta elección está generando a sus gobiernos respectivo­s, aunque son bien consciente­s del precio alto que ambas pueden llegar a tener que pagar por ello.

Por otra parte, Corea del Sur y los países que forman la Associatio­n of Southeast Asian Nations (ASEAN) –Brunei, Camboya, Filipinas, Indonesia, Laos, Malasia, Myanmar, Singapur, Tailandia y Vietnam– se sienten muy incómodos, cuando no, se oponen de manera abierta, con esta política estadounid­ense, ya que, para todos ellos, China representa la sangre que da vida a sus economías nacionales respectiva­s.

La obsesión de Biden y su equipo por obtener la supremacía militar en Asia es tanto una receta para el desastre como su política hacia Rusia en el este de Europa lo está siendo.

La competenci­a de EEUU con China cobró un papel decisivo en su política exterior

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REUTERS El presidente de la República Popular China, Xi Jinping, y el presidente de Estados Unidos, Joe Biden.
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