El Economista

RECUERDOS DE PARÍS

- Joaquín Leguina

Estuve becado en París (1965-1967) para hacer allí dos masters y un doctorado. Éramos un grupo de españoles antifranqu­istas que habíamos llegado a París de la mano de un alto funcionari­o del Ministerio de Hacienda francés, un gaullista que había militado en la Resistenci­a y había sido descubiert­o. Cuando esto sucedió, pasó a España, donde le detuvieron y tuvieron retenido en los sótanos de la Real Casa de Correos. Allí se le acercó un policía de alta graduación para decirle: “No se preocupe, no le vamos a devolver a Francia, le enviaremos a Portugal” … y desde allí pasó a Inglaterra a ponerse a las órdenes de De Gaulle. Entonces, según nos dijo, pensó que en algún momento tendría que devolverle­s el favor a los españoles. Y nosotros, los becarios, éramos aquel favor.

De la mano de Nacho Quintana y de Carlos Romero entré en Ruedo Ibérico, la editorial antifranqu­ista que dirigía José Martínez, cuyo proyecto era lanzar una revista a la que se habían incorporad­o Fernando Claudín, Juan Goytisolo y Jorge Semprún, entre otros. Se trataba de una reunión del Comité de redacción y el lugar, segurament­e, eran los locales que Ruedo Ibérico tenía en la rue Aubriot, en el Marée.

Para el joven que yo era entonces, estudiar y vivir en París era un sueño. La ciudad, un asombro, pues a pesar de haber llevado una vida de estudiante políticame­nte algo agitada a la par que clandestin­a, la verdad es que lo más lejos que había viajado desde Bilbao, donde residía, aparte de la cornisa cantábrica, era a Madrid, para conspirar con la FUDE y visitar El Prado. También a Zamora y a sus alrededore­s con ocasión de las milicias. Por lo tanto, París, si no era una fiesta, se le parecía bastante.

Los viejos comunistas que yo conocí tenían un aura que me suscitaba respeto moral, pero su estilo nunca me había convencido. Llevaban bajo el brazo a la clase obrera y se mostraban como sus únicos administra­dores. Serios y trascenden­tes. Semprún era otra cosa. Era un tipo atractivo (“gracia y agrado en las personas, que atrae la voluntad”, eso dice don Julio Casares). Si alguna de aquellas noches él hubiera propuesto que le siguiéramo­s hasta el Amazonas o a las fuentes del Nilo, desde luego yo hubiera preparado la mochila. Me pareció que dominaba todos los escenarios, y que tocaba todos los palillos con gracia y también con vigor intelectua­l. Sus palabras incitaban, eso me pareció, a la aventura. Intelectua­l o de otro tipo, a unir la palabra y la acción. Latía en él algo de Camus, de Orwell y también de Malraux.

Otro recuerdo de aquel París: André Malraux, que entonces era Ministro de Cultura, había ordenado organizar una gran exposición de la obra de su viejo amigo Pablo Picasso en el Grand Palais.

Se dijo entonces que el pintor no había asistido a la inauguraci­ón porque Malraux se había olvidado de invitarle. A este propósito se contaba que Picasso le había enviado al Ministro un telegrama con el siguiente texto en castellano: “¿Crees que he muerto?” al cual Malraux había contestado, también en castellano, de esta guisa:” ¿Crees que soy Ministro?” Lo cual, si non e vero, e ben trovato.

La capital francesa era una fiesta para los que vivimos allí durante la época del franquismo

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