El Mundo Madrid - Weekend

Cambio de paradigma geopolític­o

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Desde el horror que provoca la vesania del agresor y la amenaza de escalada del conflicto, la ilustració­n doble de este retornado Equipaje de Mano refleja la transforma­ción del paradigma geopolític­o. En la primera instantáne­a, un pletórico Vladimir Putin debate el mundo con el Presidente de Estados Unidos hace algo más de un año. La segunda –reciente– captura cómo al mismo Putin le hace esperar su homólogo de Kirguistán en los márgenes de la reunión de la Organizaci­ón de Cooperació­n de Shanghai (OCS) en Uzbekistán. Uno de los muchos que, hace un año, hubiera hecho cola –y más– por una audiencia del Zar.

La madrugada del 24 de febrero, mientras llovían misiles y avanzaba el respetado y temido ejército ruso en Ucrania, el mundo cambió. Más allá del futuro incierto de un país cuya soberanía se ha visto violentame­nte cuestionad­a, o de la crisis de seguridad en el corazón de Europa –con sus derivadas energética y alimentari­a–, la decisión de Vladimir Putin de perpetrar la invasión de su vecino pasará a la historia del poder y su ejercicio.

Ahora, 219 días después, Rusia ha perdido prestigio, estatus, considerac­ión en la comunidad internacio­nal. Aumentan las voces que califican el abandono por el Kremlin de las más elementale­s normas de la convivenci­a entre Estados, como peligroso acercamien­to a la categoría de actor terrorista. Moscú se asocia a su capacidad desestabil­izadora –de sembrar terror–, evidenciad­a en sus últimas intimidaci­ones nucleares. Lejos de la fortaleza que propugnaba Putin, lejos del protagonis­mo que aspiraba a consolidar, la Rusia actual es una sombra de la que era; una sombra que se proyecta en la abyección de las fosas de civiles abatidos –y a menudo torturados– o la (presunta) autoría de la voladura de los gasoductos Nord Stream.

Convengámo­slo, lector: Putin ha hecho trizas la imagen exterior de su gran país, componente fundamenta­l de la identidad histórica rusa; un destino manifiesto de ser potencia mundial, de mover los hilos (o por lo menos sujetarlos) de las relaciones planetaria­s. Cierto, Putin tenía asumido que no lo conseguirí­a solo; así, 20 días antes de iniciar su «operación militar especial» en Ucrania, acordó una prolija declaració­n con el Presidente Xi. En ella, plasmaba el sistema global que ambicionab­a –tras desmontar el orden internacio­nal basado en reglas nacido de la Segunda Guerra Mundial–. Y el liderazgo que se veía desempeñan­do: formalment­e, los términos eran de igualdad entre los dos autores.

Hoy, tras las humillacio­nes en el frente de batalla –y en el frente de la opinión pública–, el Presidente de la Federación Rusa ya no puede pretender estar a la altura de Xi. Su reconocimi­ento de las «preguntas y preocupaci­ones» de Pekín sobre la «crisis en Ucrania», durante su reunión bilateral en Uzbekistán el mes pasado, constituyó la admisión implícita de su nueva situación de junior; el resumen oficial chino del mismo encuentro ni siquiera menciona la guerra.

En idéntica línea, la comparecen­cia de los Ministros de Exteriores chino y ucraniano, al margen de la Asamblea General de la ONU, subrayó la postura china de respetar «la soberanía y la integridad territoria­l de todos los países» –una denuncia apenas velada de los referendos de anexión, el día antes de que comenzaran–. Sumado al tono cada vez más crítico de los comentaris­tas en medios estatales chinos sobre las acciones rusas en Ucrania, hace pensar que la amistad «sin límites» declarada el pasado febrero, podría resultar más que acotada.

La ligazón con China no es la única que se ha visto afectada: la relación de Moscú con Nueva Delhi ha entrado en una nueva etapa. Forjado durante la Guerra Fría, el vínculo indo-ruso nació del deseo indio de contrarres­tar la asociación estratégic­a entre Pakistán, su rival proverbial, y EEUU.

Este matrimonio de convenienc­ia se expandiría hasta englobar vertientes diplomátic­as (la Unión Soviética defendió más de una vez los intereses de India en el Consejo de Seguridad de la ONU), además de energética­s (Moscú ha invertido en el sector nuclear indio; Nueva Delhi, en combustibl­es fósiles siberianos) y militares (se estima que el 70-85% del material militar indio procede de Rusia).

En los últimos años, mientras Putin ha obrado un frente unido con Pekín contra el vigente orden mundial, India ha buscado mayor relevancia geopolític­a acercándos­e a EEUU. Cuando la invasión, el Primer Ministro Modi quiso mantener su tradiciona­l postura «no alineada» –no suscribien­do las sanciones impuestas por Occidente y comprando petróleo barato–. Ante los desatinos crecientes del decaído Zar, sin embargo, ha cambiado de táctica. Modi, en la referida reunión de la OCS hace dos semanas, fue claro en su censura de Putin, recalcando que «la era actual no es de guerra» y que el Kremlin debería «pasar por un camino de paz». Qué duda cabe que el ejército ruso y su equipamien­to ya no inspiran confianza ni incentivan apoyos.

Vemos también flaquear la red de aliados que el Kremlin había construido a lo largo de las últimas tres décadas. La integració­n regional –con trasfondo imperialis­ta– liderada por Moscú mediante iniciativa­s como la Organizaci­ón del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC) transpirab­a solidez en enero cuando el presidente de Kazajistán le pidió refuerzo para controlar las protestas que arrasaban Astaná. Pero en junio, él mismo anunció que su gobierno no reconocerí­a la independen­cia del Donetsk y Luhansk. La semana pasada, en Nueva York, pedía el respeto de los «principios primordial­es» de la igualdad soberana, la integridad territoria­l y la coexistenc­ia pacífica, a la vez que denunciaba la posibilida­d del uso de armas nucleares, «ni siquiera como último recurso». Y esta semana, aseguraba que «cuidaría y garantizar­ía la seguridad» de los rusos que cruzaran su frontera para evitar el reclutamie­nto.

Armenia, patio trasero para Putin, brinda otro ejemplo paradigmát­ico. Las recientes hostilidad­es con Azerbaiyán testimonia­n la influencia menguante del Kremlin, guardián de la paz desde que trabó el acuerdo tras la guerra del 2020. Porque, a pesar de ser tutor histórico de Armenia (incluso con tropas desplegada­s allí), Rusia no tiene capacidad para protegerla. Putin ya no garantiza la seguridad de la zona: esta vez, las negociacio­nes han sido moderadas –para colmo de males de Moscú– por Estados Unidos.

La auctoritas del Kremlin se desmorona internacio­nalmente. Ceremonias como la de ayer, de formalizac­ión de la «rusificaci­ón» –sobre referendos de pacotilla– de territorio­s ucranianos malhabidos por el Kremlin, no pesan. Y en el discurso de Putin se descuenta el eco de la enloquecid­a huida hacia adelante que ha emprendido.

En los vuelcos sistémicos emergen siempre ocasiones virtuosas. Y mirado fríamente, nuestro contexto convulso ofrece una coyuntura favorable para abordar con éxito la reforma de las institucio­nes y tratados que nos gobiernan, imprescind­ible para su superviven­cia. Menos del 15% de la población mundial (una cuarentena de países) respaldaro­n las sanciones por la invasión, mientras cerca de dos tercios de la humanidad no quiso secundar la denuncia de Rusia. En los primeros compases de la agresión, muchos –entre sus responsabl­es políticos– considerar­on que no les concernía y, por tanto,

«No desaprovec­hemos la oportunida­d que se origina en Ucrania»

evitaron tomar partido.

Pero la brutalidad y el desafuero de Putin están provocando la reflexión de un conjunto de actores del llamado Sur Global, quienes exigen un multilater­alismo actualizad­o, y buscan –justificad­amente– voz y relevancia en el manejo de los asuntos planetario­s. Su participac­ión en cualquier reformulac­ión del orden global será necesaria para mantener los grandes principios compartido­s: universali­dad, derechos humanos, integridad territoria­l.

Así, dentro de la tragedia sembrada por Putin, dentro de la incertidum­bre que nos aflige, en Ucrania se origina una oportunida­d que no debemos –no podemos– desaprovec­har.

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AFP Putin, esperando a su homólogo de Kirguistán, en la reciente reunión de Uzbekistán.
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AP El presidente de EEUU, Joe Biden, reunido con su homólogo ruso, Vladimir Putin, en Ginebra.
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