‘Tamarofilia’
Hay dos clases de españoles: los que saben quién es Tamara Falcó y los que fingen no saberlo. De los segundos, como de cualquier hipócrita, no merece la pena hablar. Pero en la oficina y en el metro, con permiso del CGPJ, el español está hablando de Tamara. Y a menos que uno sea un tuitero de meñique empinado o uno de esos politólogos de encaste cortesano que redefinen la democracia como el odio al pueblo, lo interesante es preguntarse por qué.
La historia de la niña rica engañada por un canallita de los que cantan en serio la de Los Nikis no basta para justificar la expectación nacional: pasa literalmente en las mejores familias. El caso Falcó anuda razones antropológicas que elevan unos cuernos anecdóticos hasta el cielo de la categoría. Tamara es famosa, es mujer, es marquesa, es víctima y es cristiana. ¿Cuál de todas estas identidades solapadas se impone sobre las demás en las entendederas del pueblo? Todas y ninguna, y esta ambigüedad es la causa de su potencia narrativa. Espectáculo mediático, sororidad feminista, rencor de clase, empatía y hasta fe: el producto perfecto.
Pero hay algo más. Una cualidad profunda y a la vez inocultable que explica esa fascinación transversal que llamamos tamarofilia. Uno aprende con el tiempo que lo que hace duraderamente atractivos a los hombres y a las mujeres no es su aspecto sino su aplomo, siquiera porque sentimos que es justo lo que nos falta. Hay excéntricos que se enamoran de la precariedad y cultivan relaciones mórbidas y garrafales, pero la especie en general persigue la seguridad como la polilla se prende de la lámpara. Tamara Falcó ha verbalizado la terrible sospecha de que no somos tan monos como le parece a tanto astuto pollaboba. Que contra todas las luces de la hegemonía ternurista podemos controlar nuestros impulsos. Que un engagement conyugal no puede resistir un nanosegundo de infidelidad en el metaverso de la vida insospechada. Bajo su lámina de pija convencional, la voz catacúmbica de Tamara rehabilita la verdad del barquero: no somos monos, señores. Podemos controlar nuestros impulsos. Y el que no pueda no nos merece. Punto.
Armada de su oxidada convención, segura de su antigua fe, Tamara Falcó se erige en primera punk de nuestro tiempo. Su mensaje revolucionario no convencerá a los libertinos pero desde luego seducirá a los corazones solitarios que están hartos de la mala compañía. Ella exige lealtad, y es tan lista que hasta sabe hacer negocio televisivo con los 10 mandamientos. Hemos visto naves arder más allá de Orión. Pero no veremos a Tamara perder su verdad por un nanosegundo en el metaverso.