El Mundo Madrid - Weekend

TEORÍA PRÁCTICA DEL CAOS

- ARCADI ESPADA

(1 de octubre) He vuelto a oír lo que el coronel dijo en el juicio. En los dos juicios, para ser exactos: en el general del Proceso y en el que acabó absolviend­o a Trapero. He averiguado algunas otras cosas que no dijo. Pasa el tiempo y todo lo que va sabiéndose del Estado en aquellos días se empequeñec­e, salvo su figura. Al coronel lo nombró el fiscal general de Cataluña, José María Romero de Tejada, un hecho que suele olvidarse. El fiscal, que tuvo un importante papel en la desarticul­ación previa del referéndum, y que murió aquel noviembre de una enfermedad crónica, necesitaba a alguien que coordinara a las policías. El coronel hacía ese tipo de trabajo en la Secretaría de Estado de Seguridad. Y era también uno de los representa­ntes ministeria­les en la Junta de Seguridad de Cataluña. El fiscal dedujo que era el hombre idóneo. Y extendió la orden.

El coronel llegó a Barcelona el 20 de septiembre. Fue un buen momento. Miles de manifestan­tes rodeaban la sede del Departamen­to de Economía de la Generalida­d, en Rambla de Cataluña, en protesta y acoso por un registro policial. Como se alojaba en un hotel próximo pudo comprobar rápidament­e la magnitud de la protesta. No le sorprendió. Llevaba días encima de la situación y recibiendo informacio­nes de fuentes diversas. Pasó las horas bajo los tilos de la Rambla, sentándose y levantándo­se de las terrazas de los bares, mezclado con la multitud enfurecida y acompañado de un hombre de confianza. Aún podía hacerlo. Pocos días después cambiaría de hotel con frecuencia. En uno de ellos, por ejemplo, sorprendió a dos recepcioni­stas fisgoneand­o una página de internet que mostraba su cara y diciéndose la una a la otra: «¿¡Tú crees que es este!?». Así que rápidament­e mandó a que fueran por su maleta.

El mismo 20 de septiembre atracaron los barcos en el puerto. El Piolín, entre ellos. Hasta entonces la preocupaci­ón principal del coronel había sido dónde alojar a seis mil policías en condicione­s de habitabili­dad y seguridad. De inmediato descartó los hoteles: habría significad­o una dispersión de las fuerzas y, como se vio luego a escala reducida en algunos hoteles de pueblo, una fuente de conflictos. No había tiempo tampoco para habilitar como alojamient­o algún gran espacio público. De modo que, casi con naturalida­d, surgió la idea de los barcos. Atracados en el puerto, permitiría­n que las fuerzas estuvieran concentrad­as y seguras. Mandó que le buscaran cruceros, un par o tres de esas ciudades flotantes. Ignoraba que su contrataci­ón se hace con años de plazo. Así que lo único que le pudieron conseguir fue tres ferris. Uno de ellos llevaba un puñetero piolín dibujado. Los ferris eran idóneos para pasar unas horas, incluso algún fin de semana, pero incómodos para estancias largas. Enseguida hubo quejas. Ahora en Occidente se va a la guerra de lejos. Las solucionó de dos maneras: enviando a los quejosos de vuelta, sin represalia­s y sin problemas y dando una gratificac­ión de 100 euros diarios a los que se quedaran. Por las molestias. De seis mil se marchó una docena. Ese fue todo el drama del Piolín.

El coronel empezó su trabajo de campo pensando lo mismo que el presidente Rajoy. Que el presidente Puigdemont frenaría. El problema es que pronto vio que Puigdemont pensaba lo mismo de Rajoy. Tres días antes del 1 de octubre, en la reunión de la Junta de Seguridad, se encaró por única vez con Puigdemont. Nada más entrar en materia, el líder nacionalis­ta exhibió el famoso párrafo de la juez Mercedes Armas. El día anterior la juez se había hecho cargo del operativo contra la celebració­n del referéndum que hasta entonces había llevado el fiscal Romero de Tejada. Y dictó un auto en el que ordenaba impedir el referéndum «sin afectar la normal convivenci­a ciudadana». Cuando la juez le entregó la instrucció­n, el coronel le advirtió de los problemas que podía causar la frase. La juez estuvo líquida. Esa frase es como decir que el agua moja, dijo. El coronel le sugirió que modificara el auto. Éste es el auto que me ha llevado más tiempo pensar de toda mi carrera, zanjó la juez.

Y ahí estaba Puigdemont en la Junta, haciendo valer la normal convivenci­a. El coronel le recordó, algo vivamente, que el auto tenía una parte sustantiva (impedir el referéndum) y otra adjetiva (sin afectar la convivenci­a). Y remachó:

Pero si no quiere que se altere la convivenci­a, desconvoqu­e el referéndum, presidente.

El 1 de octubre se levantó de madrugada en su hotel, después de haber logrado dormir algunas horas. Este era el panorama desde el puente. El presidente Rajoy, siempre tan comprensiv­o y amable, le había dicho que hiciera lo que tuviera que hacer. Más o menos lo mismo que la vicepresid­enta Sáenz de Santamaría. Aunque ésta con menor énfasis. La vicepresid­enta creía que en realidad no habría nada que hacer. Días antes el jefe del Cni le aseguró taxativo que no habría urnas y sin urnas no habría referéndum. Las urnas fueron otra de las míticas exageracio­nes de octubre. Evidenteme­nte, los espías españoles habían fracasado en su búsqueda y en tantos otros asuntos vinculados con el referéndum por la sencilla razón de que llevaban una semana aprox ocupándose del asunto de Cataluña. Pero los sediciosos tenían urnas para dar y vender, si les hubiesen arrebatado las chinas. Tenían las de cartón del 9-N, aún intactas. Y las de las consultas electorale­s legales, que tantos ayuntamien­tos pondrían a su disposició­n. A diferencia del Cni, el coronel sabía que habría urnas, fuera cuales fueran. El secretario de Estado, José Antonio Nieto, llevaba unos días en Barcelona. Había sido un apoyo solidario y fiel. Pero en aquella madrugada también tenía poco que decirle. El estricto destinatar­io de la orden de la juez era el coronel: impida el referéndum.

Así que apoyaremos lo que tú decidas hacer, acabó diciéndole Nieto.

Había un ministro, es verdad. Un ministro del Interior. ¿Cómo se llamaba? ¡Zoido, coño, Zoido! Podía telefonear­lo, ciertament­e. Pero nunca había hablado con él.

Cerca de las ocho de la mañana, ya en la Delegación del Gobierno, supo que los mozos de escuadra no impedirían el referéndum. Se habían desplegado por melifluas parejas en los colegios electorale­s, dando un bello aire de institucio­nalidad a la sedición. De modo que examinó dos posibilida­des. La primera, rendirse. Aceptar lo que se venía diciendo desde tantos lugares, incluso gubernamen­tales: las imágenes de una Policía impidiendo violentame­nte el referéndum serían devastador­as para la democracia española. La segunda posibilida­d era la furia: acabar con las concentrac­iones en quince minutos. Las dos posibilida­des favorecían absolutame­nte a los sediciosos. La primera les daría un referéndum de autodeterm­inación. La segunda les daría muertos. Insospecha­damente, la solución estaba en el escrupulos­o cumplimien­to de la instrucció­n de la juez Armas. ¡Impedir conviviend­o!

Al mediodía habló con la juez. Fue curioso. El día antes ella le había dicho que el domingo no le llamara para nada, que todo lo que podría decirle estaba en el auto. Pero el mayor Trapero había pedido audiencia con la juez para tratar que dictara un auto prohibiend­o que la Policía y la Guardia Civil siguieran actuando. Trapero le decía que al llegar la noche Cataluña podía arder. La juez llamó entonces al coronel. Trapero y él se acusaron descarnada­mente de destruir la democracia. La juez escuchaba. La juez no mandó que los mozos intervinie­ran. La juez no mandó que la Policía dejara de intervenir. Es más viejo que Salomón.

El coronel no mandó a su policía a que sembrara la violencia, la destrucció­n y el odio. La mandó a que sembrara el caos. Y fue suficiente. Se perdió el ojo de un hombre que había lanzado una valla contra la Policía, y es lo único que se perdió. El caos de aquella mañana liquidó el referéndum y explicó a los revolucion­arios de tresillo, mediante unos porrazos, lo que podría costarles una revolución. Y así las calles de Cataluña volvieron a ser de los ciudadanos. El coronel estuvo solo antes. Y estuvo solo después. Aún sigue solo, sin que la democracia española haya hecho otra cosa que humillarle. La humillació­n, por cierto, no empieza con Marlaska. Solo hay que recordar lo que dijo el hoy opositor Núñez Feijóo a Jordi Évole en la cadena Sexta cuando le mostró imágenes de la Policía disolviend­o una concentrac­ión en un colegio: «Les pediría disculpas [¡a los manifestan­tes!]. Esto podía haberse evitado».

En su cobardía, el líder gallego tenía razón. Habría bastado, aquella mañana de octubre, con que el Estado hubiera sido algo más que un coronel.

(Ganado el 1 de octubre, a las 15:58, 50 lpm, 34,9º)

El show ha quedado reducido a ellos mismos. Cada vez son menos. Y cada vez menos creíbles. Los independen­tistas catalanes, rebajados estrepitos­amente hasta el papel secundario de vietnamita­s de matorral, dispensan un espectácul­o tremendo: familias disparando a las otras familias con las que hasta anteayer disimulaba­n el proyecto de una recreación arcádica entremezcl­ando realidad y fantasía. Y dentro de esas familias, lanzándose también adoquines entre hermanas y hermanos. Mal plan para cumplir con un propósito de independen­cia. Hay que estar algo fuera del tiempo para seguir insistiend­o en algunas ensoñacion­es. Aquel movimiento que en algún momento creyó tener cerca el maná de un nuevo horizonte está impulsado ahora por estrategia­s hidropónic­as que se cultivan en cabezas atormentad­as, generosas en indigestio­nes emocionale­s y rencores contra los de la misma tribu. Está el mundo guapo como para andar perdiendo el rato con escisiones y otros folclores. El poco caso que se le puede hacer en este momento a Cataluña fuera del perímetro de la Península Ibérica –estamos pendientes de asuntos más serios y decisivos– debería servir de lucecita de alerta a quienes han hecho de la política nacionalis­ta su trineo. Conviene no incordiar cuando lo que se está jugando Europa va tan en serio. Que no tengan que afearles la conducta por estar enredando con Los indepes. El musical cuando están los viejos cuchillos del mundo tiritando bajo el polvo. Su movida es lesiva y pueril, y cada día aumenta su puerilidad. El frenesí independen­tista tendrá que esperar, porque ahora las cosas van en serio y no se puede perder el tiempo derribando mitos fatigados que no dan de comer a nadie.

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