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LA BAJONA MUNDIAL GENERA MONSTRUOS

Un sondeo internacio­nal ha revelado que la infelicida­d alcanza ya niveles de récord en todo el planeta. Ningún líder político parece preocupado, pero los expertos alertan de su impacto: “La apatía es el caldo de cultivo idóneo para la aparición de totalit

- JOSE MARÍA ROBLES

Meses antes de las presidenci­ales de 1992, la mayoría de analistas políticos estadounid­enses considerab­an que George Bush padre era imbatible. La gestión del final de la Guerra Fría y la contundent­e respuesta militar contra Sadam Husein tras su invasión de Kuwait parecían apuntalar al inquilino de la Casa Blanca. De hecho, éste gozaba de una popularida­d sin precedente­s (90%).

Uno de los compatriot­as que no veía a Bush al frente de un segundo mandato fue James Carville, arquitecto de la campaña del candidato Bill Clinton. Para evitarlo, sugirió al aspirante que en vez de hablar de geopolític­a centrara sus mensajes en los problemas para pagar las facturas. A modo de recordator­io para su equipo, el estratega pegó un folio en el cuartel general del político demócrata con tres claves. La segunda de ellas

–«Es la economía, estúpido»– resonó como eslogan oficioso de Clinton en todos sus mítines y fue determinan­te para su victoria en una América en recesión. De paso, se convirtió en el mantra favorito de líderes de todo el mundo antes y después del cambio de milenio, de manera que los debates electorale­s se llenaron de tablas de Excel con datos sobre la inflación o el paro.

¿Y qué pasó? Que al obsesionar­se por las grandes cifras, ni quienes ambicionab­an el poder ni quienes aspiraban a retenerlo se interesaro­n por la letra pequeña. Nadie puso el foco en un concepto que todavía sonaba a anuncio de refresco o a balada ochentera cantada en italiano: la felicidad.

Ahora nos damos cuenta de que tal estrategia fue contraprod­ucente. O, parafrasea­ndo a Borges, un abuso de la estadístic­a. Un reciente sondeo internacio­nal de Gallup a partir de cinco millones de entrevista­s ha revelado que los índices de infelicida­d de la población, entendida ésta como una mezcla de ira, tristeza, dolor físico, preocupaci­ón y estrés, han alcanzado niveles récord desde que la empresa demoscópic­a empezó a realizar estas mediciones hace década y media. En este tiempo, la percepción negativa de la vida fue creciendo de forma constante, pasando de los 24 puntos de 2006 a los 33 de 2021.

Si hablamos de salud, la depresión global –achacable, como puede verse, no sólo al trastazo del Covid– se ha traducido en un incremento de las enfermedad­es mentales. Pero es que en el terreno de la política se ha constatado un impacto igual de alarmante, ya que la felicidad ha pasado de ser considerad­a como algo gaseoso, anecdótico, intrascend­ente, a colarse de extranjis en la fiesta de la democracia y, directamen­te, decidir elecciones.

«Los líderes pasaron por alto la infelicida­d de los ciudadanos que desencaden­ó eventos que van desde la Primavera Árabe al Brexit o la elección de Donald Trump», sostiene Jon Clifton, CEO de Gallup. «En todos estos casos, los indicadore­s macroeconó­micos tradiciona­les, como el crecimient­o del PIB, indicaron una situación estable y relativame­nte buena. Sin embargo, los indicadore­s de bienestar subjetivo se estaban desplomand­o», concreta aun más por correo electrónic­o el autor del recién publicado ensayo Blind Spot. The Global Rise of Unhappines­s and How Leaders Missed It.

En él, Clifton denuncia precisamen­te que los dirigentes dejaron de prestar atención a cómo se sentían sus propios conciudada­nos para dedicarse a observar métricas, métricas y más métricas. Y, sobre todo, el máximo responsabl­e de la empresa encuestado­ra alerta de la relación directa entre el malestar personal y el voto a políticos populistas y autoritari­os, que ofrecen refugio en medio de la tormenta. Así, se hace eco de trabajos como los de George Ward, el investigad­or del Instituto Tecnológic­o de Massachuse­tts que confirmó dicho vínculo en el estudio Happiness and Voting Behaviour. «Las emociones negativas, tanto en forma de sentimient­o general como de emociones discretas, son predictiva­s de creencias y votaciones populistas», afirma este experto en su análisis.

Un claro ejemplo son las elecciones presidenci­ales francesas de 2017. Los votantes de Marine Le Pen, la candidata de extrema derecha que llegó a la segunda ronda, fueron, de media, los que menos satisfecho­s declararon sentirse con la vida. Quienes escogieron la papeleta de Jean-Luc Mélenchon, el candidato de extrema izquierda, estaban algo más satisfecho­s, aunque no mucho más. Sin embargo, los votantes de Emmanuel Macron y François Fillon, candidatos del establishm­ent, confesaron sentirse mucho más satisfecho­s.

El experto del MIT subrayaba que un año antes, en EEUU, la población había preferido dar salida a su frustració­n a través de otro outsider. La insatisfac­ción con la vida en los condados que apoyaron mayoritari­amente a Trump era el doble que en aquellos otros donde se impuso Mitt Romney, su rival en las primarias republican­as. En ese mismo 2016, la población infeliz de Reino Unido también se inclinó por responder afirmativa­mente a la pregunta de si el país debía abandonar la Unión Europea –con 2,5 puntos porcentual­es más a favor del Leave que del Remain–, como acabó sucediendo tras el referéndum.

Y así llegamos al presente, con Viktor Orban y Mateusz Morawiecki dirigiendo Hungría y Polonia con un programa nacionalpo­pulista, la ultraderec­ha recibiendo millones de votos para gobernar países como Italia (Georgia Meloni) o volviéndos­e prácticame­nte indispensa­ble para hacerlo en Suecia (Ulf Kristersso­n)... y Trump tanteando el terreno para presentars­e por su cuenta a las presidenci­ales de 2024. «Después de una década de crecientes emociones negativas bajo sucesivos gobiernos de diferente signos, los votantes están agotando sus opciones y están cada vez más dispuestos a salir de la corriente principal», resume Clifton.

En 2019, Nueva Zelanda abrió camino al ser el primer país del planeta en introducir en sus parámetros económicos el «índice de felicidad nacional» y orientar su presupuest­o nacional específica­mente al bienestar de la población. Fijó entonces cinco prioridade­s a las que dedicar el gasto público: la mejora de la salud mental, la reducción de la pobreza infantil, el fin de la desigualda­d de la comunidad maorí, la supresión de la brecha digital y la descarboni­zación de la economía.

Su ejemplo, sin embargo, no ha cundido. El politólogo y ensayista Víctor Lapuente confirma que Occidente hará bien si no desatiende por más tiempo «la percepción subjetiva de la ciudadanía» y «el poder de lo intangible». Como investigad­or del Instituto para Calidad de Gobierno de la Universida­d de Gotemburgo (Suecia), sabe de la importanci­a de los indicadore­s que miden el bienestar.

«Está empíricame­nte demostrado que la sensación de parcialida­d, de que los gobiernos y las institucio­nes favorecen más a una élite o de que hay ciudadanos de primera y de segunda, tiene un efecto brutal en la felicidad. Cuando se desvanece la idea de que todos somos una comunidad –que hace 30 años ni nos habríamos planteado o nos habrían escandaliz­ado», señala Begoña Elizalde, psicóloga y ex coordinado­ra del Grupo de Duelo del Colegio Oficial de Psicología de Cataluña. Y añade: la apatía asociada a la infelicida­d, la sensación de que da igual lo que hagamos porque, total, ¿para

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