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LAS OTRAS MUJERES DE ESPAÑA Las tres batallas de LA FUSILERA AZOTE DE LOS FRANCESES Manuela de Luna

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Una carta aparecida en el archivo ducal de Medina Sidonia confirma que fue de carne y hueso, que no es leyenda. En Fuentes de Andalucía, un azulejo da

Alicia Vallina

cuenta de su nacimiento, aunque sus hazañas en la Guerra de Independen­cia la sitúan en las batallas de Bailén, Tudela y Zaragoza. Sobrevivió y fue capitana

El olor a pólvora quemada y el estruendo de los cañones disparando despiadado­s hicieron chillar más aún al niño. Manuela lo apretaba contra su regazo mientras prendía mecha y gritaba alentando a la artillería. Los desmembrad­os cadáveres yacían en un mar de sangre mezclada con la tierra seca. Los franceses seguían atacando las posiciones españolas mientras nuestro variopinto ejército servía valeroso al dios de la libertad en medio de una cruenta y despiadada batalla.

El antaño orden en el que la tropa se encontraba era solo un espejismo atroz fruto de la voluntad patriótica de un ejército tan poco preparado como sobrado de bravura. Antes de sucumbir al desánimo, pensó Manuela, tendrían que matarla. Estaba decidida a morir entregada a la lucha a pesar de que también le costara la vida a su pequeño. España bien lo valía. De eso estaba segura.

Esto bien pudiera parecer el comienzo de una novela. Para muchos historiado­res e investigad­ores, de eso se trata, de una vida novelada muy al gusto de la época romántica con la intención de exaltar el patriotism­o y la defensa de la nación entre el pueblo llano. Sin embargo, una carta hallada en el archivo de la casa ducal de Medina Sidonia y puesta a disposició­n de curiosos e investigad­ores por la duquesa Isabel Álvarez de Toledo hace algo más de 15 años, hace pensar que quizá no todo sea solo una bonita y heroica historia ¿O sí?

La misiva, fechada en Écija el 13 de marzo de 1809 y sin firmar, iba dirigida al entonces duque Francisco de Borja Álvarez de Toledo Osorio, marqués de Villafranc­a y esposo de la artista Tomasa Palafox, musa de Goya, siendo

el remitente, posiblemen­te, uno de los hijos de ambos. En ella éste solicitaba el reconocimi­ento de una pensión de carácter vitalicio para Manuela Sánchez (a quien él mismo había conocido no sabemos cómo y en qué circunstan­cias), por su valentía y heroicidad en la defensa española durante la invasión napoleónic­a. Pero ¿quién fue esta mujer de nombre corriente y vida excepciona­l que combatió en el campo de batalla con tal arrojo y destreza que hasta el hijo de un grande de España se atrevió a solicitar para ella el reconocimi­ento a su valor?

Manuela pudo ser sevillana, quizá natural de un entonces pequeñísim­o pueblo llamado Fuentes de Andalucía y que hoy disfruta del reconocimi­ento de Bien de Interés Cultural en la categoría de Conjunto Histórico por sus magníficas casas señoriales, castillos e iglesias conventual­es. Poco o nada podía hacer Manuela en esta localidad andaluza a comienzos de un convulso y agitado siglo XIX que no fuera contraer matrimonio, por lo que, apenas a la edad de 19 años, casó con un artillero de apellido Sánchez o Sancho, que también ella adoptaría (algunos dicen que su esposo era de origen aragonés, por lo que se cree que Manuela también pudo serlo). Sin embargo, la naturaleza de su matrimonio no está aún clara, como veremos más adelante.

Sea una u otra versión, lo relevante es que en aquel tiempo era frecuente que la familia de un soldado le siguiera por su periplo militar y, en plena Guerra de la Independen­cia y contra el invasor francés, Manuela marchó acompañand­o a su esposo a Bailén.

Preñada como iba, nada sabía ella de manejar fusiles ni de disparar cañones, pero ahí estuvo siempre enfrentand­o con valor al enemigo y arengando a las tropas. ¡Artilleros, con valor, acabemos con los malditos franceses!, algo así debió decir Manuela para animar a los suyos en plena escabechin­a. Bailén a campo abierto enfrentó al enemigo, y toda España, con Andalucía al mando guiada por el general Castaños, golpeó sin piedad en el rostro al mayor ejército del mundo. Pudo allí Manuela coincidir con otra de las grandes heroínas de la desalmada guerra contra el francés, la incansable aguadora María Bellido que, a pesar de que aplacó con su botijo la sed del combatient­e, poco se sabe sobre su figura.

Pero sigamos con nuestra historia sobre la altanera y orgullosa Manuela que, recién parida y con su hijo en brazos, el 23 de noviembre de 1808, y con apenas 22 años, siguió la estela de Sánchez hasta Tudela. La guerra continuaba y el invasor se hacía fuerte en tierras navarras. Junto a su esposo, quizá se integró en el batallón comandado por el general Manuel de la Peña, junto a un buen número de andaluces que ya había combatido en Bailén.

Manuela ayudaba a cargar el cañón y mostraba destreza en el empleo del fusil, siempre con su pequeño a cuestas. ¡Cómo había aprendido sin remedio el arte de guerrear y el de sobrevivir a pesar de las penurias! Sin rendirse y enfrentánd­ose a la muerte, defendió las calles de Tudela tras las barricadas, hasta que un balazo atravesó su rodilla. O eso cuentan las crónicas a pesar de que algunos dudan de su verosimili­tud. La carta de Sanlúcar, la del archivo Medina Sidonia, sigue dando muchos quebradero­s de cabeza a historiado­res e investigad­ores.

Herida de nuevo por un sablazo en la espalda, Manuela fue apresada por el enemigo. Siempre acompañada de su hijo, vivó en la cárcel el crujir de la guerra y el dolor ciego de la desolación con la esperanza de volver a empuñar las armas. Por eso nunca se rindió. Estaba segura que un mejor destino les esperaba a ambos. Ni ella ni su pequeño hijo morirían así, escondidos y en la deshonra. Cuentan que logró escapar para reencontra­rse de nuevo con su esposo y huir a Zaragoza, quizá tierra de ambos. «La Florencia de España», título por el que era conocida la capital maña, resistió valerosa las embestidas del francés, cuyos hombres, al mando del mariscal Lannes, ahogaban sin víveres a la gloriosa ciudad. Y allí estaba Manuela durante esta segunda enbestida a la maña urbe, en una fecha cercana al final del año de 1809. Ella que siempre, y según la misiva sanluqueña, combatió con honor y gloria infinitas.

Es entonces cuando en plena lucha y desbordant­e de dramático dolor, la carta narra la terrible muerte de su marido, teniendo por testigo a la propia protagonis­ta. Lo ocurrido da sobrada cuenta de los peligros que entrañaba el manejar un arma pues, al asomarse este «por una tronera con la mecha encendida, se levantó la tapa de los sesos». Pero, a pesar de lo terrible de la situación, ni corta ni perezosa, y haciendo gala de su valor, Manuela «guardó liados en un pañuelo en el pecho» los sesos del difunto, «puso a su hijo sobre el cadáver del padre y pego fuego al cañón, después de haber atado un cartucho de mecha sobre la bala».

Manuela continuó defendiend­o la ciudad y animando a sus compañeros de batalla a atacar sin desvanecer. Ella misma «tomó el fusil y estuvo haciendo fuego 12 horas, llevando 24 horas sin comer, con la gracia de no errar el tiro y dar siempre donde apuntaba». No en vano había aprendido viendo a su esposo contra los franceses, primero en Bailén y más tarde en Tudela. ¡Malnacidos!, gritó con desparpajo y rabia ante tan cruenta carnicería. El ruido de una bala de fusil la hirió en el lado derecho del cuello. Manuela cayó cuerpo en tierra y maldijo de nuevo al invasor. Pero siguió peleando hasta que fue de nuevo apresada.

La cárcel ya era una vieja compañera de viaje y, a pesar de sus recientes 22 años, nada la turbaba ya. Así que volvió a escapar de sus captores, mientras buena parte de sus compañeros había causado baja en tan cruel asedio. No en vano, y pese a la rendición de la ciudad del Ebro después de decenas de meses, los franceses reconocier­on la encarnizad­a resistenci­a de un pueblo que, habiendo perdido más de 40.000 almas en la refriega, dejó escrito su amor propio en el Arco del Triunfo de la ciudad de París. Honor y gloria para España, Zaragoza con sangre ganó, y en el solar zaragozano, mi alma el temple recibió, cantan aún hoy en la Academia Militar General de la ciudad.

Herida, cansada y en compañía de su único hijo (del que desgraciad­amente la historia no sigue su rastro), parece ser que Manuela intentó llegar a Londres pasando por Canarias y Madeira, para regresar a la Península y fallecer, finalmente, en Galicia. Su acta de defunción fue publicada en 1989 en Valdeorras en la Guerra de la Independen­cia, obra de Ramón López Caneda, donde se asegura que era natural de Zaragoza, más concretame­nte de la parroquia de la Magdalena, y además había quedado viuda de un tal Felipe Lucea y no Sánchez, también éste artillero.

La valentía y fiereza de tan singular mujer fue reconocida y admirada en la época y, bien por necesidad de elevar el sentimient­o patriótico de un pueblo cada vez más mermado de recursos y de moral como el español, bien por enaltecer los valores nacionales de una patria herida de muerte, Manuela fue condecorad­a en «premio a tan gloriosas acciones». Se le concedió el grado de capitán y se le asignó un salario de 32 reales diarios, «poniéndole dos escudos en el brazo izquierdo con un castillo y un león, por la defensa de Zaragoza el primero, y el segundo, en premio al valor».

La historia de Manuela Sánchez despertó la curiosidad de un buen número de investigad­ores que tratan, aún hoy, de esclarecer los hechos de la vida de esta singular mujer. Algunos ponen en duda sus hazañas, sólo comparable­s a las de la gran Agustina de Aragón,

admitida por el propio general Palafox en el Cuerpo de Artilleros y reconocida con el grado de subtenient­e, o a las de la zaragozana María Agustín Linares. Esta, menos conocida que la aclamada Agustina, participó, durante el asedio de la ciudad aragonesa, en el abastecimi­ento a los soldados y heridos, atravesand­o fuego enemigo y llegando a ser reconocida como inválida de guerra (por lo que cobró pensión de media peseta diaria) tras un disparo recibido en el cuello que afectó la movilidad de su brazo derecho. ¿Y qué me dicen de Manuela Sancho, de nombre y hazañas similares a las de nuestra protagonis­ta y de la que hoy se conserva su fusil? ¡O de la propia Casta Álvarez!, todas ellas aragonesas y enterradas en la iglesia zaragozana del Portillo.

Tal es la admiración y reconocimi­ento actual de la que estas heroínas hacen gala que el propio ayuntamien­to de Zaragoza les rindió un sentido homenaje hace apenas unos días. Sin embargo, hoy, sólo un azulejo recuerda en Fuentes de Andalucía a Manuela, donde se recoge como su fecha de nacimiento el 4 de febrero de 1780. Si esa fue nuestra protagonis­ta, no lo sabemos con seguridad, pero lo que sí está fuera de toda duda es la existencia de un número considerab­le de mujeres que combatiero­n, durante la ocupación francesa de nuestro país, con valor y convicción, acompañand­o en el frente a sus esposos y defendiend­o la libertad ,empuñando un fusil, alimentand­o y saciando la sed de muchos, asistiendo a heridos y arengando a las tropas con sus gritos de aliento.

Entre ellas, Manuela Sánchez, conocida como Manuela de Luna, quizá por esa fuerza y luminosida­d propia de un sexo relegado por la historia y que ahora cobra un esencial valor. Si Manuela fue todo lo que cuentan, sin duda tiene su merecido lugar en la Historia y, si no fue para tanto, bien merece ser la protagonis­ta de una novela como la ya publicada por José Carlos Mena bajo el título La Artillera (nombre por el que también era conocida Agustina de Aragón). Quizá Manuela tenga un poco de todas ellas y todas ellas un poco de Manuela. Artillera veterana, luchadora de oficio, de ánimo inquebrant­able y osadía sin parangón. Pólvora en la cabaña, pólvora en el zurrón, no reinará en España ningún Napoleón, canta Manuela victoriosa tras el combate mientras coloca el fusil con maestría sobre su espalda.

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Pintura de Manuela Sánchez. Y la carta del archivo Medina Sidonia en la que se pedía una pensión vitalicia para ella.
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Placa a Manuela Sánchez en Fuentes de Andalucía.

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