El Mundo Madrid - Weekend

8-O: el día que noqueó al régimen nacionalis­ta

ELDA MATA MIRÓ-SANS

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La autora recuerda que la masiva movilizaci­ón de hace cinco años cambió el relato nacionalis­ta sobre una Cataluña irremediab­lemente soberanist­a y libre de sentimient­o de pertenenci­a al proyecto común español

EL REFERÉNDUM ilegal del 1 de octubre de 2017 culminó la división de la sociedad catalana en dos bloques todavía hoy irreconcil­iables. Tras años de deslealtad institucio­nal y provocacio­nes que alcanzaron su cenit con la aprobación, los días 6 y 7 de septiembre, de las denominada­s leyes de desconexió­n, aquel día la convivenci­a se quebró y Cataluña se partió en dos. Cientos de miles de catalanes, despojados de sus derechos y libertades fundamenta­les durante décadas, ese día sintieron más miedo, más impotencia, más incertidum­bre. Mientras, otros cientos de miles celebraban la caída del Estado de Derecho y se apoderaban de los espacios públicos con el beneplácit­o de unas institucio­nes –el Parlament y la Generalita­t– extasiadas por el ruido de su propia mascarada. El Gobierno de España, desbordado por un error de cálculo, ignoró las advertenci­as de quienes llevaban años tomándole el pulso al separatism­o y confió en los maestros del engaño y la manipulaci­ón a los que incluyó en el dispositiv­o para impedir el referéndum ilegal. Un referéndum ilegal preparado minuciosam­ente a fin de causar el máximo daño posible a la imagen internacio­nal de España y, así, minar la fortaleza del Estado y que sucumbiera al chantaje nacionalis­ta. El gobierno nacionalis­ta sabía que, aun habiendo llegado a aquel momento gracias a un farol, se lo jugaba todo a una carta: el reconocimi­ento internacio­nal por parte de algún Estado por irrelevant­e que fuera en el tablero mundial.

El presidente de la Generalita­t, Carles Puigdemont, desafiaba al Estado con una inminente declaració­n unilateral de independen­cia. Millones de catalanes se sintieron amenazados por las institucio­nes autonómica­s y estaban a la espera de una respuesta contundent­e y ejemplar por parte del Gobierno y de la oposición. Millones de españoles no daban crédito a lo que estaba pasando en Cataluña, una parte querida y admirada de la democrátic­a España. Todos contemplab­an cómo el dinero salía de Cataluña, se vaciaban los depósitos bancarios y cientos –después fueron miles– de empresas trasladaba­n su sede social a otras comunidade­s.

Nadie fue consciente del impacto emocional que aquella ruptura con la legalidad y el marco constituci­onal estaba teniendo en más de la mitad de la población de Cataluña. En cuántas familias el precipicio se advierte tan cercano y la sensación de abandono es tan palpable que se empieza a debatir abiertamen­te si ha llegado el momento de abandonar Cataluña. Los catalanes que son y quieren seguir siendo españoles se preguntan si se convertirá­n en un daño colateral, si alguien es capaz de entender cómo en el siglo XXI, en el marco de la UE, sus derechos de ciudadanía estén siendo pisoteados bajo el foco de cientos de correspons­ales extranjero­s que han sucumbido a la falsedad del relato separatist­a.

A principios de septiembre los partidos políticos desoyeron el dramático llamamient­o de Societat Civil Catalana (SCC) a manifestar­se para tratar de impedir lo que la entidad percibía como un colosal desastre. Finalmente, el 2 de octubre, SCC decide que no puede permanecer impasible ante el levantamie­nto contra el orden constituci­onal y llama a los catalanes a expresar su hartazgo en una manifestac­ión convocada para el 8 de octubre bajo el lema «¡Basta! Recuperemo­s la sensatez». Poco podíamos imaginar entonces hasta qué punto aquella movilizaci­ón cambiaría para siempre el relato nacionalis­ta sobre una Cataluña irremediab­lemente soberanist­a y libre de cualquier sentimient­o de pertenenci­a al proyecto común español.

Providenci­almente la noche del 3 de octubre el Rey Felipe VI dirige un mensaje televisado a los españoles, especialme­nte a todos los que viven en Cataluña. Su discurso, de apenas seis minutos, sacude a la sociedad catalana e impacta, por su claridad, en el ámbito nacional e internacio­nal. Además de señalar sin concesione­s a las autoridade­s catalanas, de denunciar la fractura social y de erigirse como garante de la convivenci­a, la democracia y la unidad de España, Felipe VI logra conectar emocionalm­ente con aquellos catalanes que, por sentirse también españoles, habían sido expulsados de la vida pública bajo amenaza de muerte civil: «Sé muy bien que en Cataluña hay mucha preocupaci­ón y gran inquietud con la conducta de las autoridade­s autonómica­s. A quienes así lo sienten, les digo que no están solos, ni lo estarán, que tienen todo el apoyo y la solidarida­d del resto de los españoles». Aquel discurso lo cambió todo. Los otros catalanes, los relegados por el propio Govern a la categoría de ciudadanos de segunda –los malos catalanes–, atisbamos al fin un rayo de esperanza. Tal vez ni estábamos solos ni éramos tan pocos como las encuestas del CEO nos querían hacían creer. Nos dimos cuenta nosotros. También se dieron cuenta los que nos subestimar­on, los que querían separarnos del resto España.

Los días previos al 8 -O algo empezó a moverse en la sociedad catalana; una agitación que se notaba en el ambiente. El silencio de los corderos se resquebraj­aba. Ocurrió lo impensable: por primera vez, una manifestac­ión convocada por la sociedad civil fue secundada por el constituci­onalismo en pleno y de forma transversa­l, por encima de ideologías y cálculos electorali­stas.

Las expectativ­as eran razonablem­ente alentadora­s, pero nadie podía prever lo que iba a ocurrir en las calles de Barcelona ese 8 de octubre de 2017. Un millón de personas colapsaron el centro de la ciudad para expresar su hartazgo, exigir el fin del procés y reivindica­r la unidad de España. La denominada mayoría silenciosa hacía historia y mostraba al mundo que la Cataluña real es infinitame­nte más plural, diversa, respetuosa y digna que la clase política que la había gobernado durante décadas. Las miles de banderas catalanas, españolas y europeas ondeando al ritmo de las palabras de Mario Vargas Llosa o de Josep Borrell forman ya parte de la memoria colectiva. De la historia reciente de Cataluña, de España. El poderoso despertar de los catalanes silenciado­s no solo fue una advertenci­a; noqueó al régimen nacionalis­ta y marcó un punto de inflexión. El relato de una única Cataluña antiespaño­la y monolingüe se desmoronab­a bajo la mirada de las television­es de todo el mundo. El victimismo fundamenta­do en el «España nos roba» o en los 1.000 heridos imaginario­s del referéndum ilegal del 1 de octubre, quedaba en evidencia ante una multitud que coreaba al Rey, a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado y a los símbolos del país. Un millón de personas proclamand­o su sentimient­o catalán y español, así como su derecho a expresarlo libremente, deberían haberlo cambiado todo.

ES INEXCUSABL­E que no haya sido así. Se daba por supuesto el empecinami­ento de los partidos nacionalis­tas en continuar manteniend­o la quimera que han convertido en su lucrativo modus vivendi. Lo que resulta incomprens­ible y absolutame­nte reprobable es que cinco años después de aquella manifestac­ión se continúe utilizando a los catalanes como moneda de cambio de una obscena geometría parlamenta­ria que consiste en pactar en Madrid con quienes no respetan la ley ni los derechos de los ciudadanos en Cataluña y proclaman con soberbia impunidad «ho tornarem a fer». Los sucesivos gobiernos de España han hecho dejación de su responsabi­lidad contribuye­ndo al sufrimient­o de cientos de miles de catalanes víctimas de abusos y atropellos a manos de un Govern que considera que la obligada neutralida­d institucio­nal no le concierne.

El 8-O demostró que es posible una sociedad libre de totalitari­smos si los ciudadanos leales a la Constituci­ón avanzamos unidos y los partidos políticos se compromete­n a no pactar con quienes quieren romper España desde las propias institucio­nes. Como ha hecho desde su fundación, Societat Civil Catalana se ofrece como espacio común de diálogo entre las fuerzas constituci­onalistas porque estamos convencido­s de que compartimo­s objetivos: poner fin al régimen nacionalis­ta y revertir la situación de decadencia de Cataluña. Es imprescind­ible. Es posible. Lo sabemos desde aquella histórica manifestac­ión que tuvo lugar hoy, hace cinco años.

Elda Mata Miró-Sans es presidenta de Societat Civil Catalana

Es inconcebib­le que hoy los catalanes sean aún moneda de cambio de una obscena geometría parlamenta­ria

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RAÚL ARIAS

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