Dentro del infierno de ‘Los renglones torcidos de Dios’
LA LLEGADA ES CRUCIAL, tanto en la novela como en la película. La detective Alice Gould llega a la puerta del que será su infierno y, como en el de Dante, acabará escuchando la divina frase –«Lasciate ogni speranza voi che entrate»– antes de ingresar en lo que entonces se llamaba manicomio. Se la dirá el doctor Ruipérez que, en la vanguardia psiquiátrica de los años 70 en España, insistía en que se les empezará a llamar «sanatorios, lugares para sanar». La realidad distaba mucho del deseo.
«Apenas cruce esa puerta, entrará usted en un mundo que no va a serle grato», advierte el médico que, en ausencia del director, se encarga durante unas maravillosas primeras páginas de conversar con la que, para evitar altercados, luego será llamada Alicia, dejando atrás sus orígenes británicos. Adoptará también su apellido de casada, Alicia de Almenara, y se distinguirá por su inteligencia, agilidad mental, cultura y maneras. «Signos de delirio», escribirá en sus notas Ruipérez. Son los primeros años de la Transición y la investigadora convertida en reclusa –así se llamaba entonces a los pacientes– se adentra en Nuestra Señora de la Fuentecilla por obra y gracia de una «solicitud de ingreso firmada por el marido como pariente más próximo» y la carta de un médico que le diagnostica «paranoia».
Así comienza Los renglones torcidos de Dios, una novela ahora adaptada al cine de la mano de Oriol Paulo y con Bárbara Lennie y Eduard Fernández como actores protagonistas. En su momento, el libro fue revolucionario por varias razones. El autor, Torcuato Luca de Tena Brunet, quien fuera director del diario Abc, abordaba la enfermedad mental por segunda vez en su bibliografía, tras publicar en 1970 Pepa Niebla, pero en esta ocasión de una forma brutal, pues ingresó él mismo en un manicomio gallego con la intención de plasmar la realidad de la manera más auténtica posible. Por eso, Los renglones torcidos de Dios es una novela realista y también una crónica periodística. Hasta Shutter Island parece un calco del asunto fundamental: la identidad y la locura en un escenario de sufrimiento. Y, de paso, también la historia de la psiquiatría, la lucha de las escuelas psiquiátricas y un salto ineludible: avanzar en el respeto y cuidado de aquellos que conviven con una enfermedad mental.
Porque en 2022 vivimos una apertura en lo que respecta a este asunto pero, hace 40 años, tal y como describe la novela, «los locos eran tristes desechos de la humanidad» y en el manicomio zamorano en el que ingresa Alicia, antaño cartuja, habita «una pequeña colección de monstruos», «una terrible equivocación de la naturaleza, las faltas de ortografía de Dios…». Luca de Tena hubo de documentarse sobre el funcionamiento de las instituciones mentales en un momento concreto y significativo, «una época en la que, además de las transformaciones políticas y sociales que se estaban produciendo, iba cristalizando un cambio cultural hacia el problema de los trastornos mentales que dio lugar a reformas asistenciales y novedades muy importantes en torno al discurso y a la actitud social hacia la locura», describe en su investigación sobre la novela el académico del CSIC Rafael Huertas.
Ni siquiera el psiquiatra Juan Antonio VallejoNágera, que prologó el libro –con motivo de la adaptación al cine, Planeta lo ha reeditado–, era proclive a que el autor se inmiscuyera de incógnito en un manicomio y así lo dice en las líneas que preceden a una obra que, ejerció tanta fascinación en quienes la leyeron en el siglo XX, que acostumbraban a releerla. Hasta Belén Esteban se volvió loca con la historia un verano en Benidorm.
Vallejo-Nágera propuso a Luca de Tena hacer una visita controlada a un centro, pero éste replicó: «Sigues sin comprender. Debo entrar con un certificado, en ingreso no voluntario y con nombre supuesto, con todos sus riesgos y penalidades». Y así fue. Por el prólogo de Vallejo-Nágera sabemos, también, que Luca de Tena, no como otros, devolvió los libros prestados al psiquiatra y hasta los asimiló.
Y el impacto de la nueva cultura psiquiátrica, «desde posiciones conservadoras», matiza Rafael Huertas, toma forma en una novela de suspense, algo negra, que mantiene al lector enganchado a la historia de una mujer que no se sabe si está cuerda o loca. Son los años del debate sobre la reforma de las instituciones psiquiátricas, que empleaban aún maneras del siglo XVIII, «diseñadas para separar a los enfermos del resto de la sociedad y, una vez dentro, para neutralizarlos con medidas físicas y luego farmacológicas», sostiene Santiago Sevilla Vallejo, profesor en la Universidad de Salamanca y autor de un ensayo sobre el proceso médico que la narración de Luca de Tena describe.
Dice también que «muchos de los diagnósticos estereotipan a los pacientes porque el trastorno condiciona la manera de comprenderlos». Algo que Alicia denomina «geometría del estudio del alma». Y eso es lo que obtiene el lector entre tanto dolor, la radiografía de quienes sufrían en lugares como «la jaula de los locos». Personajes imposibles de olvidar, como la duquesa de Pitiminí o el hombre con fobia al agua. Entre todos, el carisma de Alice Gould, como muestra este extracto inolvidable:
«Rió la nueva reclusa, sin extremarse, y el doctor se vio forzado a imitarla, pues lo cierto es que lo había dejado sin habla. De tonta no tenía nada. Podría ser loca; pero estúpida, no.
–En el informe que he leído acerca de su personalidad –comentó Teodoro Ruipérez–, se dice que es usted muy inteligente.
Alice sonrió con sarcasmo, no exento de vanidad.
–Le aseguro, doctor, que es un defecto involuntario».