¿Quién puede matar a un viejo?
QUE EL espectador se crea la rebelión infantil relatada por Chicho Ibáñez-Serrador en su película de culto de 1976 –¿Quién puede matar a un niño?– depende del shock final: los guardias civiles llegan a la pequeña isla balear donde nadie responde a la radio y topan con unos salvajes angelitos a los que son incapaces de disparar; esos niños los asesinan sin contemplaciones. Y aunque aquí se encierra una retorcida metáfora sobre la transición a la democracia, lo que me interesa es subrayar cómo la fenomenal subida de las pensiones que el Gobierno ha previsto en sus nuevos presupuestos se apoya en un mecanismo de identificación similar: porque nadie puede matar a un viejo. O sea: solo un desalmado rechaza que las pensiones suban tanto como la inflación.
Si hubiera dinero de sobra en vez de una deuda colosal, no habría razones para quejarse: todos seremos algún día clase pasiva. Pero lo que hay es mucha inflación, una deprimente pirámide poblacional y un salario medio inferior a la pensión media: se dice pronto. Bajo esas condiciones, subir casi un 9% todas las pensiones por igual resulta escandaloso. Sin embargo, es tal la fuerza electoral de los pensionistas que casi nadie ha protestado: recuerdo a Ayuso diciendo este verano donde Alsina –tras varios circunloquios– que el alza es pertinente. Solo Arrimadas, con la audacia que proporciona la desesperación, ha cantado en el Parlamento las verdades del barquero.
Sin embargo, nadie la acompaña: incluso nuestros jóvenes parecen conformes. ¡Tienen abuelos!
En buena medida, este consenso –a unanimidad no llega– obedece a los efectos anestesiantes que produce la figura del «pensionista» tal como se lo representa en el imaginario colectivo: algo así como una abuela desvalida que se las ve y se las desea para llegar a fin de mes. El pensionista nunca es un señor con casa en la playa y dinero en un fondo de inversión; tampoco esa profesora que, habiendo pagado ya su hipoteca, se retira al día siguiente de cumplir 60 años y vive 30 más. Dicho de otra manera, lo que debe actualizarse es la imagen que tenemos del pensionista: para proteger a quien de verdad lo necesita y procurar que el sistema no llegue a colapsar.
Pero hay algo más chocante: en un país que estuvo al borde de la bancarrota hace apenas 12 años, todavía son quienes piden un mayor equilibrio entre ingresos y gastos los que tienen que dar explicaciones.