Una arriesgada apuesta de 40.000 millones de pesetas
La negociación. El cuñado del Rey fue clave para que el PNV lograra el museo, frente a Madrid, Venecia o Salzburgo
CARLOS ZURITA, DUQUE DE Soria, esposo de la infanta Margarita de Borbón y cuñado del rey emérito Juan Carlos I encaminó el 9 de abril de 1991 la primera franquicia europea del Guggenheim hacia Bilbao. La Fundación Duques de Soria (FDS) fue determinante para unir la apuesta estratégica de Thomas Krens –el directo general de la Fundación Guggenheim en los años 90– con las instituciones vascas controladas por el PNV. Frente al discurso oficial que evita concretar por qué la fundación norteamericana eligió Bilbao, testimonios como los de Alfonso de Otazu, José María Rodríguez Ponga y Joseba Zulaika documentan que Krens encontró en Bilbao los 40.000 millones de pesetas (240 millones de euros) que ni Madrid, ni Salzburgo, ni mucho menos ciudades españolas como Salamanca o Santander tenían para atrapar este museo franquiciado que daba aire a una Euskadi agotada por el terrorismo etarra y la crisis.
¿Por qué y cómo la Fundación Salomon Guggenheim eligió Bilbao? La pregunta, trasladada el pasado martes 11 de octubre al director general del museo, Juan Ignacio Vidarte, tiene una respuesta oficial: «Yo era director de Política Fiscal y Financiera del Departamento de Hacienda y, bueno, pues el primer contacto fue una aproximación por parte de la Diputación con Thomas Krens, que era en aquel momento el director de la Fundación Guggenheim, con una propuesta para que viniera y conociera Bilbao como una posible ubicación para lo que en aquel momento estaba planteando Nueva York que era reforzar su presencia en Europa. Tenían la posibilidad abierta de Venecia y había surgido otra propuesta en Salzburgo. Nos dirigimos a la Fundación [Guggenheim] para entender qué es lo que estaba buscando, qué es lo que pudiera hacer posible que Bilbao fuera una alternativa que se veía como algo completamente improbable».
Ni rastro de la Fundación Duques de Soria en su primera explicación. Pero, tras su primera respuesta, EL MUNDO le trasladó a Vidarte una segunda pregunta: «¿Qué papel jugó la Fundación Duques de Soria (FDS) y hasta cuándo se mantuvo la colaboración?». Vidarte, el gestor que conoce todos y cada uno de los detalles de este proyecto, confiesa: «La Fundación Duques de Soria jugó un papel importante en ese momento inicial porque fueron los que propiciaron la primera interlocución con la Fundación Guggenheim y con Thomas Krens y se mantuvieron en tres, cuatro o cinco meses. A partir de ese momento se llegó a un acuerdo de intenciones entre las instituciones vascas y la Fundación a mediados de 1991, que se ratificó primero en Bilbao en diciembre de ese año y ya en 1992 en Nueva York».
La versión oficial arrincona hechos, protagonistas y razones imprescindibles de una arriesgada apuesta política liderada por el PNV en la que rentabilizó el músculo financiero del Concierto Económico vasco y se aprovechó de inesperados aliados a los que ha relegado al olvido.
Otazu y Ponga, como testigos directos de todas las negociaciones hasta la primavera de 1991 (más de año y medio de intermediación directa y no solo los cinco meses que recuerda Vidarte), y Zulaika, tras casi 90 entrevistas recogidas en su libro Crónica de una seducción, constatan que Thomas Krens –el artífice del modelo de franquicias mundiales del Guggenheim– llegó a Bilbao tras cerrarle las puertas de Madrid y de Salzburgo.
El gestor neoyorquino ofreció en 1989 su modelo de franquiciado pictórico al Banco de Bilbao. Una fórmula revolucionaria, con exposiciones elegidas desde
Nueva York que rotarían por todo el mundo y que los espacios expositivos serían el señuelo para abrir los museos a un público ávido de «experiencias» y a patrocinadores privados. La fórmula McGuggenheim, sin embargo, no encontró en el Madrid previo a los fastos del año 92 la acogida que esperaba. Como describe Otazu en su documento Testigo de descargo (www.testigodedescargo.com), el antiguo Teatro Apolo (sede del Banco de Vizcaya en Madrid en pleno proceso de fusión con el Bilbao) se barajó como emplazamiento y, tras descartarse la alianza con el nuevo Banco de Bilbao Vizcaya (BBV), Otazu sugirió la propuesta a Salamanca a través de los responsables de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad.
Pero ni Madrid, ni Salamanca, ni tampoco Santander –que de la mano del entonces rector Ernest Lluch también supo de las gestiones de Krens por España– dieron el paso. Euskadi vivía una «situación crítica», como recuerda hoy el consejero de Cultura Bingen Zupiria, que ya entonces formaba parte del equipo del lehendakari José Antonio Ardanza. Prácticados mente los 10 kilómetros de ribera industrial entre el centro de Bilbao –muelles portuarios hasta los años 80– y las márgenes en Barakaldo se estaban cerrando o ya eran ruinas industriales. «Era un momento de agobio, de dificultad tremenda que exigía un cambio de paradigma y en el que las instituciones vascas tomaron muchas iniciativas para mantener parte de la industria, diversificar la economía y regenerar un enorme espacio urbano en declive», en el resumen de Zupiria que quedó plasmado en los diferentes acuer
de intenciones entre la Diputación foral de Bizkaia y el Gobierno vasco con la Fundación Guggenheim. Un proceso de negociación engrasado por la Fundación de Carlos Zurita, que avaló ante Krens la solvencia económica de la Diputación de Bizkaia. Otazu y Zulaika sitúan el momento determinante de la elección de Bilbao como sede de la Fundación Guggenheim los días 8 y 9 de abril de 1991.
Las instituciones vascas trataron a Krens como un jefe de Estado, llevándole en helicóptero entre el aeropuerto de Sondika y Vitoria (apenas 60 kilómetros de
HOY NADIE PUEDE DUDAR YA DEL ÉXITO DEL Guggenheim Bilbao. Sobre todo, por haber sabido interpretar la inevitable transformación del museo en la era de la globalización y adaptarse a las nuevas demandas socioeconómicas generadas por el fenómeno del turismo cultural. Pero, sin dejar de apreciar su efecto, la celebración de sus 25 primeros años nos debe servir también para reconocer el singular proyecto cultural que lo sostiene.
Creado como una novedosa plataforma internacional para el arte y la cultura contemporáneas que rompía el molde de los museos tradicionales, su ya consolidada trayectoria –además de por la originalidad de su arquitectura, principal razón de su apabullante proyección universal– ha destacado por la organización de un ambicioso y desprejuiciado programa de exposiciones con un perfil propio entre los museos europeos.
Curiosamente, en sus bodas de plata, el Guggenheim Bilbao empieza a mostrarse como un «clásico moderno». La radicalidad de su propuesta se ha ido atemperando con el tiempo, no tanto porque haya cambiado su hoja de ruta, sino porque lo ha hecho el mundo y, muy especialmente, el mundo del arte en estos años. El coqueteo entre arte y cultura lo han asumido con naturalidad los museos de todo el mundo, igual que la necesaria confrontación de lo contemporáneo con el arte del pasado. Incluso la idea más revolucionaria del proyecto, la de compartir la colección de una forma franquiciada con otras ciudades y regiones del mundo, ha sido emulada recientemente por el mismísimo Louvre en Abu Dhabi.
Observando el efecto Guggenheim en su propio contexto, debemos destacar su papel como auténtico faro que ofrece una inédita visibilidad para una de las más activas escenas artísticas estatales y para la rica red de plataformas de creación y difusión del arte en la comunidad. La apuesta institucional por mantener un ecosistema complejo es un síntoma positivo de las sinergias surgidas a partir de su creación o directamente en contraste con el modelo del nuevo museo.
El museo no es solo un escaparate de novedades. Es la colección la que arraiga su identidad. Lo supieron ver muy bien sus gestores cuando, tras una extraordinaria secuencia de adquisiciones de obras de Rothko, De Kooning, Rauschenberg, Twombly, Warhol, Beuys, Richter o Kiefer, encargaron al escultor Richard Serra la fabulosa instalación titulada La materia del tiempo, todo un emotivo mano a mano con Frank Gehry y el fascinante espacio para el arte que creó en la herrumbrosa ciudad de Bilbao hace 25 años.
Miguel Zugaza es director del Museo de Bellas Artes de Bilbao y ex director del Museo del Prado.