MOJONES LEGISLATIVOS
CUANDO Irene Montero presentó, en febrero de 2021, el borrador de la ley del sólo-sí-es-sí, al ministro de Justicia se le nubló la vista. El texto (elaborado, entre otras luminarias, por Victoria Rosell, a la que Podemos se empeña en colar en el CGPJ), era tan chapucero que Juan Carlos Campo tuvo que corregir un tercio del articulado para solventar «deficiencias, carencias y contradicciones».
Se ve que en ese entonces el Ejecutivo mantenía cierto pudor intelectual. ¡Pues ya lo ha perdido! Pedro Sánchez, ya lo sabemos, nunca fue muy pulcro en sus trabajos académicos: para qué esmerarse ahora con las leyes, sobre todo si hay que contentar a sus febriles socios. Sin proponérselo, la mano derecha de Irene Montero ha dado la definición más precisa de la actividad gubernamental: «diarrea legislativa».
Y ahora no hay un ministro dispuesto a enmendar disparates, como muestran las recientes leyes en trámite en el Congreso. La de protección animal ha recibido más de 6.000 alegaciones y las críticas no solo de ganaderos o cazadores, sino de 800 científicos de centros tan poco sospechosos como la Estación Biológica de Doñana y varios institutos del CSIC, que han alertado de sus «nefastas consecuencias para la biodiversidad». Y la controvertida Ley Trans se ha redactado a espaldas de juristas y de las asociaciones médicas y de salud mental infantil y juvenil.
Pero no son solo los proyectos de manufactura podemita. Les invito a hojear el documento de alegaciones que archiveros y bibliotecarios, periodistas e historiadores han presentado a la Ley de Información Clasificada. Todos esos párrafos en tinta roja, con precisiones, definiciones y correcciones, generan bochorno. Porque aquí no se trata de debates ideológicos o morales, sino del desaseo y la mala fe de un texto elaborado nada menos que por cuatro ministerios (Presidencia, Justicia, Interior y Defensa) y que afecta a los fundamentos de la democracia. Por no recordar la infausta Lomloe, esa ley de educación que ignoró a unos profesores y académicos impotentes ante el deterioro de la enseñanza pública.
No es casual que el Gobierno más caro y con más ¿asesores? de la historia sea el más insolvente. En teoría, en el noble ejercicio de administrar la cosa pública hay que aspirar a la excelencia, documentarse, escuchar a los que saben, tratar de conciliar con sensatez intereses enfrentados y pensar en el bien común. Pero estos, cegados por la ignorancia, el dogmatismo o el oportunismo, van con la apisonadora dejándolo todo perdido.