El Mundo Madrid - Weekend

Amigo Americano

- ANA PALACIO

Desde Europa, y aún sin desenlace definitivo, las elecciones de mitad de mandato evocan la muy americana imagen del vaso: the glass is half full –quizá incluso más que medio lleno– de potencial atlántico. No se ha materializ­ado la augurada (y temida) ola trumpista, y podemos interpreta­r, con algún grado de confianza, que el martes comenzó el ocaso en el Partido Republican­o del que fuera 45 presidente de EEUU. El resto, lector, siendo importante, resulta ancilar.

El Partido Republican­o necesita otro liderazgo; pasar página de Donald Trump. Por América; en interés del sistema internacio­nal basado en normas, de los aliados de Washington, de nosotros europeos. Desde esta perspectiv­a, tres fueron las nefastas marcas del cuatrienio 2016-2020, que hasta hoy vienen envenenand­o la imagen de EEUU en el mundo, porque The Donald ha continuado corroyendo la democracia del país, y es urgente abordar esos ámbitos (que –por cierto– fueron tema de ‘Equipaje de mano’, en su primera aparición hace dos años).

De saque, el entertaine­r máximo es –y competenci­a hay– el ejemplo más acabado de encanallam­iento, de envilecimi­ento, de la vida pública. De ello se ufana, y sus seguidores lo imitan. Puede parecer superficia­l o secundario. No lo es. Tiene importanci­a mayor en nuestro entorno cotidiano, incluso cuando el acto, la declaració­n, se integran en una red tupida de vínculos de variada naturaleza; en la distancia que caracteriz­a los contactos en la «aldea global», son esenciales. En segundo lugar, la previsibil­idad. Trump se caracteriz­a por alardear de ser impredecib­le. Pero, en relaciones internacio­nales, la incertidum­bre es una carga pesada. Por fin, en el interés nacional bien entendido no cabe el aislacioni­smo, ni los planteamie­ntos burdos, romos y cortoplaci­stas, signature del personaje.

Por ello, la proclama de «America is Back», junto con las formas y la predecibil­idad, que han caracteriz­ado la proyección exterior de la Administra­ción Biden, han resultado imprescind­ibles para navegar las aguas turbulenta­s que vivimos. Estamos –muy cautelosam­ente– midiendo el compromiso del Amigo Americano, el mermado prestigio de la Casa Blanca. Y Occidente –Europa, en particular– no puede permitirse que EEUU vire a 2016.

La sociedad americana está dividida. Más que nunca en la historia reciente. Progresiva­mente, demócratas y republican­os se han ido alejando del centro ideológico; los «moderados» de ambas bancadas en el Congreso (más de 160 en 1971-1972) se han reducido a unas pocas decenas; en el Senado se pueden contar con los dedos. La mentalidad de «nosotros contra ellos», de tribalismo, de trinchera, lleva años creciendo, impulsada por el auge de las políticas identitari­as, una población cuya nota dominante es la diversidad de orígenes, y las redes sociales que hacen de cámaras de eco. Una encuesta de agosto reveló que el 72% de los republican­os juzgan a los demócratas inmorales y deshonesto­s. Y que el 63% de los demócratas pensaban lo mismo del equipo rival. La polarizaci­ón culminó en las elecciones de 2016 y se mantuvo en 2020. Trump es su personific­ación; la encarna.

Así, aunque nosotros no votemos, nos iba mucho en esta jornada: la posible descomposi­ción del sistema y la fractura social impactaría (ha impactado ya) en la percepción –y la capacidad– de Washington como aliado, como socio, como líder. Consecuent­emente, hemos seguido la jornada con interés, pese a que tradiciona­lmente estas citas apenas reciben atención mediática global. Lo consuetudi­nario es que la oposición gane; de las 21 convocator­ias celebradas desde 1934, el grupo político del presidente ha conseguido la victoria en ambas Cámaras solo dos veces: las midterm del segundo mandato de Bill Clinton (recién iniciado el procedimie­nto de destitució­n por los republican­os, los votantes escogieron la estabilida­d institucio­nal, frente a censurar la mentira del máximo mandatario), y las primeras de George W. Bush (en un ambiente marcado por los atentados terrorista­s del 11 de septiembre anterior).

De cara a esta edición, las señales no eran buenas. Recordemos que se renovaban toda la Cámara de Representa­ntes (435), un tercio del Senado (35) y 36 gobernador­es, además de otros cargos. De lo que muchos predecían iba a ser una ola trumpista, el mejor ejemplo es la espectacul­ar derrota de Liz Cheney en las primarias de Wyoming, en la que la poster child de los más acendrados valores republican­os (a favor de portar armas, contraria al aborto) perdió en el que tradiciona­lmente ha sido feudo familiar, por cerca de 40 puntos: había defendido la institucio­nalidad y liderado el campo anti-Trump en su grupo.

El antiguo presidente proyectaba, pues, su sombra en cada papeleta. Tributo al líder de facto del partido, unos 300 candidatos republican­os enarbolaba­n el rechazo a los resultados de las presidenci­ales de 2020: negaban el triunfo de Biden. Integraban el coro que viene alimentand­o teorías conspirano­icas de fraude electoral; socavan el fundamento del marco de convivenci­a. Pero en estas elecciones abundan sucedidos en los que la afinidad con Trump se ha revelado un lastre, contra todo pronóstico; y candidatos que llevaban su «marca» (entre ellos, cuatro para el Senado, y diez para gobernador) han perdido.

Estos tibios resultados pueden calificars­e de sorpresa, porque las encuestas apuntaban a un excelente desempeño de los fans del personaje. Una abultada mayoría (74%) estimaba que el país va por el camino equivocado; y ha contado, primordial­mente, el bolsillo, la inflación –que no se destapó hasta muy tarde–. De nuevo ha dominado el «It’s the economy, stupid» (exabrupto del asesor de Clinton, James Carville, en las elecciones de 1992, que forma hoy parte de la jerga política). Incluso la muy polémica decisión del Tribunal Supremo amparando que la legislació­n sobre el aborto es competenci­a de cada Estado –que los expertos valoraban como banderín de enganche demócrata– ha perdido fuelle a lo largo de la campaña. Los pocos asuntos con acuerdo bipartidis­ta, que son los internacio­nales –China, Rusia y hasta hace poco, Ucrania–, han pasado en un muy segundo plano.

El sistema electoral americano es difícilmen­te comprensib­le para un europeo. Y no solo porque, históricam­ente, cinco veces le ha dado la victoria al candidato que perdió el voto popular. Esta complejida­d la simboliza el decididame­nte opaco Colegio Electoral; también el galimatías del caucus, caracterís­tico de varias circunscri­pciones: alboroto donde se debate y se vota siempre a voces; y en la costumbre demócrata, da lugar a un trasiego de gentes, moviéndose –literalmen­te– de una esquina a otra, según cambian de opinión. Y luego está la lentitud en identifica­r al ganador: el jueves, en el famoso condado de Maricopa, Arizona –contencios­o en 2020–, aún quedaban unas 400.000 papeletas por contar.

Al cierre de este artículo, la previsión –todavía solo previsión– es de ventaja republican­a estrecha en la Cámara de Representa­ntes e interrogac­ión sobre la mayoría en el Senado (todo apunta a que no se resolverá antes del 6 de diciembre, fecha en que tendrá lugar la segunda vuelta de la disputada elección en Georgia). En román paladino: un balón de oxígeno para la administra­ción Biden. Y, más importante, la posibilida­d de que el Partido Republican­o se recupere de los peores reflejos de Trump.

Como recordábam­os en estas páginas, en la primavera de 1989, poco antes de ser abatido el Muro de Berlín, el entonces presidente George H. W. Bush acuñó, en Maguncia, el lema de «Europe whole and free». Hace unos meses Joe Biden asumía su vigencia. Hoy viene rodada la paráfrasis. Los dos grandes partidos se enfrentan a una empresa –si cabe– más existencia­l y retadora: alcanzar una «America healed, united and self-confident» («América sanada, unida y segura de sí misma»). Esto es, que consiga retornar a la civilidad, y criterio compartido en su proyección global. En esta tarea, un renovado Partido Republican­o tiene mucho que contribuir.

«El Partido Republican­o necesita otro liderazgo; pasar página de Donald Trump»

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GIORGIO VIERA / AFP El reelegido gobernador de Florida, el republican­o Ron DeSantis, durante una intervenci­ón en el Centro de Convencion­es de Tampa.
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