Belleza, heroísmo y tragedia del mejor rascacielos de Nueva York
Arquitectura. Pedro Torrijos convierte en ‘thriller’ la historia del rascacielos Citicorp, una estructura asombrosa construida en los años 70 que tenía un talón de Aquiles casi fatal
Alo largo de La tormenta de cristal, la primera novela del arquitecto Pedro Torrijos (Ediciones B), aparecen 26 citas de William Shakespeare que son como pistas secretas para entender el libro. ¿Qué es el teatro de Shakespeare sino una manera de retratar los anhelos de grandeza de los hombres, primero como algo ridículo y después desde la compasión? En eso también consiste La tormenta de cristal. «Fíjese que todas las citas pertenecen a las tragedias de Shakespeare, no a las comedias: Lear, La tempestad, Otelo, El mercader de Venecia y Hamlet», aclara Torrijos. «Y de Hamlet sólo sale una línea: ‘Adiós, adiós, recordadme’».
«Adiós, adiós recordadme» es lo que vienen a decir Hugh Stubbins y William LeMessurier, los héroes fallidos de La tormenta de cristal, después de haberse deslizado desde la gloria hasta la tragedia.
Los personajes de Torrijos son el arquitecto y el ingeniero, reales los dos, que proyectaron y construyeron en los años 70 el edificio más sensacional del Nueva York de su época, el Citicorp Center. Su caso, bien documentado, se estudia en todas las escuelas de Arquitectura del mundo.
¿Qué tenía de heroico y de trágico ese proyecto? Su hipótesis de partida. El solar elegido era el vecino de la sede tradicional de Citicorp en la calle 53 de Manhattan y estaba ocupado por una iglesia luterana, empobrecida pero orgullosa. Su congregación se negó a dejar su casa, ni por todo el oro del mundo, pero aceptó vender sus derechos aéreos a sus vecinos banqueros, que anhelaban aquella propiedad para instalar su nueva central. Stubbins y LeMessurier recibieron el encargo de levantar allí un rascacielos sin suelo.
¿Cómo es eso? «Los derechos aéreos son la propiedad del aire por encima de un edificio. Su propietario los vende y se comproporque mete a no construir hacia arriba. Y el vecino los compra para para poder poner ventanas en la medianera sin que ninguna obra futura las vaya a cegar. Eso es lo normal, lo que se ha hecho en Manhattan desde el siglo XIX. En el caso de Citicorp, los derechos se emplearon para montar un edificio sobre el otro. Citicorp no hizo su torre sobre el suelo de la iglesia sino sobre su aire. Fue la primera vez que se montó un edificio encima del otro. Después se ha hecho algunas veces, es relativamente frecuente».
Stubbins y, sobre todo, LeMessurier actúan como héroes indiscutibles en la primera mitad del libro: logran lo imposible, construir una torre de 279 metros sobre un podio vacío de 30 metros de altura, con una cimentación imposible, basada en cuatro núcleos descentrados. Lo hicieron, además, en la Nueva York de los 70, empobrecida y violenta (y a la que los personajes de Torrijos son olímpicamente indiferentes), y con criterios de eficiencia inimaginables hasta entonces. «Inventaron el amortiguador de masas, que fue una idea formidable y que hoy se emplea en muchas torres: la idea es que, ya que el viento sólo va a someter a estrés al edificio a veces, tener una estructura que lo proteja permanentemente es un gasto de energía innecesario. LeMessurier inventó una estructura que se encendía y se apagaba, que estaba sólo cuando hacía falta».
Pero en la grandeza de los dos héroes estuvo su condena: el macizo de Citicorp tenía un talón de Aquiles, una grieta conceptual que podría llevar a su derrumbe en cualquier día de temporal. En resumen: los ingenieros prepararon a su torre para resistir los vientos frontales, pero no pensaron en los vientos diagonales. La tormenta de cristal narra la historia del descubrimiento de ese error y el viaje de Stubbins y LeMessurier desde la gloria hasta la infamia. Y, al final, les pone una tormenta muy shakespeariana también para que intenten redimirse.
«En realidad, más que un pecado de Ícaro, lo que se dio en el caso de Citicorp fue una sucesión de calamidades, de errores que fueron cayendo como fichas de dominó. Las pruebas de viento se hicieron sólo para vendavales frontales, pero es que eso era lo que exigía la norma y nadie había hecho otra cosa antes», explica Torrijos.
En su novela hay otro tipo de héroes, de heroínas más bien: Diane Hartley, una estudiante de ingeniería, descubrió el error de cálculo y avisó, pese a su inseguridad, del desastre que esperaba a la torre. Y Jennifer Longo, una ingeniera del equipo de LeMessurier, fue la primera persona que escuchó el aviso de Hartley y la que se puso a la tarea de salvar el edificio. Hartley es una persona real; Longo, una ficción, una mezcla entre dos personas que tuvieron un papel en la historia real del Citicorp.
«Esta es una novela pura basada en una historia verdadera, no un libro de no ficción novelado ni un libro de divulgación. Es un thriller porque el thriller es en lo que creo y Aaron Sorkin es mi dios», dice Torrijos. «Incluso en los personajes reales, su desarrollo es el propio de una novela. De LeMessurier hay documentación y entrevistas, sabemos que le gustaba verse como un héroe y escuchar a Wagner. Pero a su personaje le pongo mucho de mí mismo. Al principio lo hice inconscientemente, y luego con conciencia. Hay mucho en él de lo que yo era hasta hace 13 años a mí me pasó algo parecido... A otra escala. Yo tenía un lema: ‘Pedro Torrijos nunca se equivoca’. Y lo decía así, en tercera persona».
Y continúa: «Luego me equivoqué. No fue tan grave. O sí lo fue, no sé, depende de la persona. Para mí fue un trauma serio. Entré en un periodo complicado, con un trastorno obsesivo que aprendí a controlar con terapia y farmacología. En realidad, empecé a escribir este libro en ese momento».
Torrijos es quizá el mayor divulgador de arquitectura en España en su generación, de modo que la tentación es ver esta novela como una ampliación de ese trabajo como comentarista cultural. Las citas de Shakespeare deshacen ese equívoco: La tomernta de cristal no habla de formas, de masas, de estructuras ni de materiales. Habla de la naturaleza humana con sus recovecos.
El futuro del cine está muy negro. Bueno, para qué mentirnos: su presente también. Por una vez, no hablamos de la crisis de la industria (qué raro) al deslizarnos por este tobogán de grises que finaliza en la oscuridad total. Una oscuridad pixelada en según qué televisor. Los expertos en cine coinciden en una aparente tendencia neo-noir en las ficciones modernas: tanto películas como series. Los comentarios sobre esta peculiar deriva fluctúan entre la confusión y la crítica, llenando Twitter y Forocoches.
También las revistas especializadas sobre el séptimo arte, por descontado.
Harry Potter y las reliquias de la muerte, Dune, Juego de tronos, ObiWan Kenobi, Euphoria, Gambito de dama, The Batman, Élite... Hasta el arcoíris Disney parece haberse subido al carro con sus live action de baja saturación. Se vio en el Dumbo de Tim Burton, y se ha confirmado en las más recientes Peter Pan y Wendy o La Sirenita. Y no porque Campanilla y Ariel sean negras, no (ese ya es otro asunto): la iluminación de muchas producciones es tan baja que a veces resulta imposible saber lo que está ocurriendo en una escena.
En la lucha final entre Darth Vader y Obi-Wan en la serie de Kenobi, las espadas láser bailaban en la nada más absoluta si no tenías la suerte de contar con un reproductor 4K en tu salón. Y en la batalla de Winterfell en Juego de tronos apenas podía distinguirse a ningún enemigo por la misma razón. Tal fue la polémica con esta última que su director de fotografía tuvo que defenderse en un comunicado, alegando que se trataba de «una decisión estética consciente».
Tres son las razones que justifican esta ardiente oscuridad, como diría Buero Vallejo. La primera se adscribe a la premisa narrativa: los expertos argumentan que llevamos años obsesionados con la idea de que el fin del mundo está cerca, y esa idea se imprime inconscientemente en las ficciones. Este loco interés por la extinción de la Humanidad podría explicar la deriva hacia terrenos cada vez más dramáticos en las franquicias de superhéroes, así como la sobredosis de títulos postapocalípticos en cine y televisión, pero también en videojuegos como The last of us.
El llamado «cine de catástrofes» –que bebe con pajita del cine noir y del gore, entre otros subgéneros– ya tuvo sus fans en los años 70, pero experimentó un nuevo repunte a partir de 2010 con las sagas distópicas. Recursos que hasta entonces pertenecían a un cine de autor o más experimental comenzaron a ser monopolizados por los grandes estudios de Hollywood. «Un espectador de cine comercial está acostumbrado al cine narrativo, o sea, al 95% de las producciones. La iluminación del cine clásico, que es muy concreta y denotativa, ha sido sustituida paulatinamente por una iluminación connotativa, que responde a una intencionalidad específica», explica Arturo Serrano, director de Cinematografía en la Escuela TAI. Matrix, Jurassic Park y El señor de los anillos son ejemplos perfectos de cómo se han ido oscureciendo tanto los guiones como la estética de las franquicias con el transcurso de los años.
«Hay una nueva estética que se está promoviendo a fin de contar mejor las historias cuya propia trama es oscura», resume Asier Gil, investigador y profesor de Comunicación Audiovisual en la Universidad Carlos III de Madrid. La televisión, que hasta la irrupción del streaming se había percibido como un medio ultraluminoso gracias a los concursos, magacines y demás programas de entretenimiento, quiso cambiar de tercio a raíz del éxito de series como Breaking bad. «Es natural que desde HBO apuesten por un lenguaje audiovisual más próximo a lo cinematográfico. En Euphoria quieren reflejar problemas de identidad adolescente, salud mental, consumo de drogas... y jugar con la ambientación es la mejor baza».
Coincide en este sentido Serrano, para quien el génesis de esta propuesta es la reeducación del espectador que han permitido las plataformas. «Los directores son más valientes a la hora de producir este tipo de series y películas oscuras, porque, aunque no arrasen en Netflix, es más viable ganar dinero si presentas tu producto ante una audiencia internacional».