El Mundo Madrid

No fue el Estado, fue la democracia

- DAVID JIMÉNEZ TORRES

DE TODAS las trampas del lenguaje separatist­a, quizá la más insidiosa sea la de referirse a su adversario como «el Estado». Claro que no se trata de una innovación del proceso independen­tista catalán. Hace décadas que los nacionalis­mos utilizan esta palabra para subrayar que España no es un Estadonaci­ón cohesionad­o, sino un ente administra­tivo que gobierna –de forma represiva y antinatura­l– varias realidades nacionales.

Sin embargo, los separatist­as catalanes han usado este término con especial intensidad para explicar lo acontecido en 2017. En aquel año, el deseo de independen­cia y la voluntad democrátic­a del pueblo catalán se habrían estrellado contra el Estado. Por esto Pere Aragonès ha descrito su pacto con Pedro Sánchez para reformar el delito de sedición como «un acuerdo con el Estado». Pero podemos encontrar un uso parecido de esta palabra en el discurso de Podemos, e incluso en el de varios socialista­s.

Alguien tan aparenteme­nte crítico con el separatism­o como Javier Lambán declaró hace unos días que «el Estado tiene que armarse y pertrechar­se políticame­nte y jurídicame­nte».

El caso es que en 2017 no chocaron un pueblo y un Estado. En primer lugar, porque tan Estado son las institucio­nes que lideraron la sedición –el Parlamento y el Gobierno autonómico­s– como las que se opusieron a ella. Es precisamen­te porque los sediciosos controlaba­n una parte del Estado por lo que el referéndum y la DUI no fueron meros desórdenes, como el oficialism­o nos quiere ahora hacer creer. Y, en segundo lugar, porque la respuesta institucio­nal contó con un amplio respaldo popular: los partidos que apoyaron el 155 (PP, PSOE y Ciudadanos) habían obtenido cerca del 70% de los votos en las elecciones celebradas un año antes.

Contra lo que chocaron realmente los independen­tistas en 2017 fue contra la democracia. La constituci­onal, la que se apoya en el imperio de la ley para evitar abusos y arbitrarie­dades. El cambio de términos –como si se tratara de Indiana Jones sustituyen­do el ídolo de oro por la bolsa de arena– tiene efectos perversos: todos percibimos la necesidad de defender la democracia, mientras que no nos sentimos igualmente llamados a custodiar el Estado. Pero fue nuestra democracia lo que se defendió en 2017, y lo que el Gobierno intenta ahora desprotege­r.

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