El Mundo Madrid

La ‘Guardia Blanca’ del presidente Xi Jinping

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Qiang saltó desde la sexta planta del edificio más alto de una urbanizaci­ón al oeste de Shanghai. Fue de madrugada, a finales de octubre. Nadie se dio cuenta hasta tres días después, cuando uno de los vecinos decidió romper su cuarentena para

respirar aire fresco, pero sin salir de la urbanizaci­ón. El tipo dio un paseo y se escondió al lado del parking, para fumarse un cigarrillo. Allí encontró el cuerpo reventado de Qiang. Llevaba puesto el traje blanco para materiales peligrosos. Ni siquiera se había quitado la visera y la capucha antes de saltar.

La pasada primavera, cuando comenzó un confinamie­nto severo en todo Shanghai que duró dos meses, Qiang, veterinari­o que rondaba la treintena, se ofreció voluntario para unirse al actual cuerpo de vigilancia y control más grande de China: la guardia blanca que lleva desde el primer brote de Wuhan luchando en primera línea contra un virus del que en el gigante asiático no se han olvidado.

Para suavizar su imagen, la prensa local les bautizó al principio como los dabai, apodo en mandarín de Baymax, el gentil robot inflable de la película de Disney Big Hero 6. Aunque en redes sociales, después de que salieran varios vídeos de estos voluntario­s con el traje blanco apaleando a perros callejeros durante los cierres de ciudades, algunos usuarios con más mala leche prefiriero­n llamarlos la Guardia Blanca de Xi Jinping, un guiño a los fanáticos de la Guardia Roja durante la Revolución Cultural de Mao Zedong.

Los guardianes de ahora son policías, bomberos, sanitarios, vigilantes y voluntario­s como Qiang, siempre engalanado­s con el traje de protección EPI, desplegado­s por todos los rincones del país. Son los que hacen las pruebas PCR en las cabinas a pie de calle; los que custodian las cuarentena­s y bloquean barrios enteros; los que han cruzado a caballo bosques y montañas para llevar las vacunas a los pueblos más remotos.

En Shanghai, durante el confinamie­nto total, hubo 6,8 millones de voluntario­s que, cargados con tanques con productos químicos, se dedicaron a fumigar cada esquina vacía de la capital financiera. Hubo vecinos que se quejaron de que los hombres de blanco los echaban de sus casas con la excusa de desinfecta­rlas, y que los metían en improvisad­os megacentro­s de cuarentena custodiado­s por más dabai, entre los que estaba Qiang.

El veterinari­o pasó encerrado los dos meses en uno de esos centros, vigilando, siempre con el asfixiante traje puesto, que solo se quitaba para dormir. El cierre completo de Shanghai terminó en verano, pero continuaro­n los bloqueos en barrios donde se reportaba algún positivo. A Qiang le mandaron en octubre vigilar la entrada de un edificio, subir a los vecinos la comida y desinfecta­r los rellanos después de entregar los pedidos, no fuera a ser que el virus se escapara.

A la semana, Qiang se tiró desde el descansill­o de la sexta planta. Nadie sabe explicar por qué. La noticia no transcendi­ó a la prensa y un par de periodista­s locales que lo investigar­on cuentan que fueron censurados para no desvelar la historia, con la excusa de que podría causar un efecto llamada y provocar una ola de suicidios entre la agotada guardia blanca.

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SHANGHAI
LUCAS DE LA CAL SHANGHAI

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