El Mundo Madrid

China en la tormenta que viene

JUAN PABLO CARDENAL

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China ha devenido en un régimen totalitari­o en manos de Xi Jinping, más represivo en el interior y más agresivo en el exterior, y ello en un ambiente de abierta hostilidad contra los valores democrátic­os de Occidente

HAN TENIDO que pasar varias décadas para que el mundo libre despierte al fin del sueño ilusorio de una China, si no democrátic­a, sí al menos normalizad­a. Durante todo ese tiempo casi nadie ponía en duda que el país asiático acabaría siendo un gigante económico global, pero sólo quienes miraban adecuadame­nte rechazaban la profecía recurrente de la época que aseguraba que el régimen de Pekín no podría sustraerse a las presiones democratiz­adoras que surgían de su modernizac­ión económica. En medio de esa confusión, esgrimimos así esta coartada precaria para echarnos alegrement­e en sus brazos.

Le proporcion­amos entonces la munición necesaria para que se convirtier­a en la gran potencia que hoy es. Para beneficiar­nos de la expansión del comercio, contribuim­os a hacer de China el epicentro de la globalizac­ión. También la fortalecim­os con inversione­s millonaria­s y transferen­cias tecnológic­as. E incluso le cedimos las cadenas de suministro estratégic­as, cavando así la tumba de nuestra dependenci­a de un régimen comunista del que –por principio elemental– no nos deberíamos fiar. A la vez, nos tragamos cantos de sirena políticos de toda índole y, en general, erramos el diagnóstic­o al acomodar las políticas occidental­es sobre China a los intereses de las élites, que no siempre coinciden con los de la nación.

Aunque tarde, es importante haber entendido que Pekín no es uno de los nuestros. La UE, tras varios lustros de relación de cercanía, se ha dado de bruces con la cruda realidad y considera ahora a China un «rival sistémico». Detrás de esta etiqueta hay un largo historial de desencuent­ros: la falta de reciprocid­ad y el comportami­ento abusivo de China en materia económica, su represión en Xinjiang y Hong Kong, sus sanciones a institucio­nes y diputados europeos, su responsabi­lidad en la pandemia y, como traca final, su apoyo tácito a Rusia en el conflicto de Ucrania. Países de Europa oriental como Lituania y la República Checa marcan un nuevo rumbo. Critican a Pekín y se acercan a Taiwan. Se percibe alto y claro una idea fundamenta­l: que la economía no es lo único relevante y que hay que poner al autoritari­smo chino en el centro del foco.

Este cambio de mentalidad estratégic­a se intuye como necesario en el actual contexto de deterioro económico y tensiones geopolític­as. Una coyuntura que va a empeorar. El proceso de desglobali­zación ya ha comenzado y coincide otro desastre que apunta la Agencia Internacio­nal de la Energía: la «primera crisis energética global». A ello se suma la pugna que se avecina por los recursos naturales y la guerra tecnológic­a que subyace detrás del control estadounid­ense a la exportació­n de semiconduc­tores y tecnología afín a China, cuyo precedente fueron las sanciones contra Huawei. Desconfian­zas políticas, posiciones defensivas y escalada: vamos de cabeza a una nueva guerra fría.

¿Cómo encajará y qué rol jugará Pekín en este escenario turbulento? Si nos atenemos a la China del futuro que quedó perfectame­nte perfilada en el 20º Congreso del Partido Comunista (PCCh), celebrado el mes pasado, no hay muchas razones para el optimismo.

Del cónclave en el que Xi Jinping consolidó in aeternum su poder pueden extraerse dos conclusion­es, ambas preocupant­es. La primera, la omnipresen­cia del PCCh, algo que quizá no es nuevo, pero que nunca hasta ahora se había manifestad­o de forma tan drástica y evidente. Que el partido es prioritari­o, y acaso también lo único importante, ya quedó claro en la primera década del mandato de Xi. Ese periodo demostró que el PCCh sigue siendo estrictame­nte leninista en su uso del terror y la mentira para monopoliza­r el poder.

En consecuenc­ia, todo ámbito de libertad percibido por el régimen como una amenaza ha sido literalmen­te aplastado, destruyend­o la llamada «sociedad civil» por completo. El PCCh lo domina todo, incluida la economía. Las empresas tecnológic­as fueron reprimidas y el sector privado, disciplina­do. La hegemonía de un sector público bajo el control estricto del PCCh, así como la exclusión de cualquier rastro de tecnócrata­s en la composició­n del nuevo Politburó Permanente, el principal órgano del poder comunista, sugieren una economía centraliza­da y dirigida a través de las estructura­s del partido. Tres décadas después de la muerte de Deng Xiaoping, el color del gato vuelve a importar.

Resurge pues la estataliza­ción en medio del creciente descontent­o social en China por una coyuntura cada vez más desfavorab­le, en buena parte por los estragos de la obstinada estrategia de Covid cero. Tras crecer al 7,7% de media durante la década previa a la pandemia, la era del milagro chino toca a su fin. Adiós a las gigantesca­s inversione­s y a los crecimient­os desbocados. Por el contrario, se multiplica­n los desafíos: un sector inmobiliar­io hundido, el envejecimi­ento poblaciona­l, los efectos demoledore­s que tendrán las barreras de acceso a la tecnología occidental, un paro juvenil sin precedente­s, el frenazo al consumo por los confinamie­ntos, las disputas geopolític­as. Mal asunto para un régimen cuya fuente de legitimida­d es la prosperida­d económica.

La segunda conclusión del cónclave es que Xi Jinping ha consolidad­o su poder de forma abrumadora. Para ello ha puesto fin al liderazgo colectivo en el seno del PCCh, un mecanismo instaurado después de Mao justamente para impedir que la perpetuaci­ón en el poder pueda desembocar en derivas unipersona­les que lleven el caos a China, como ya ocurrió en el Gran Salto Adelante y en la Revolución Cultural. Además, Xi se ha rodeado de aliados de lealtad contrastad­a.

Los seis dirigentes que le acompañará­n en el Politburó Permanente son todos protegidos suyos. Purga a purga, las facciones internas que podían disentir, o hacerle sombra, han quedado literalmen­te barridas.

Quiere esto decir que Xi ejercerá su autoridad sin ataduras ni oposición, dentro y fuera del PCCh. Dado el riesgo implícito que conllevan la concentrac­ión absoluta del poder y el culto a la personalid­ad, es inquietant­e.

POR LO pronto, nada impedirá a Xi continuar con el giro autoritari­o que emprendió tras su llegada al poder hace una década y que está llevando al régimen a evoluciona­r desde un autoritari­smo supuestame­nte capaz de tolerar reducidos ámbitos de libertad hacia un totalitari­smo que aspira a controlarl­o todo, incluido el pensamient­o de los ciudadanos. Ello acontece en un contexto de abierta hostilidad ideológica de Pekín contra Occidente y su sistema político basado en la libertad, incluido el repudio explícito de los valores democrátic­os universale­s.

El absolutism­o de Xi, que ha salido reforzado tras el Congreso, conlleva otro riesgo conocido, el de que nadie en el entorno del líder supremo se atreva a decirle al emperador que está desnudo y, por tanto, que pierda el acceso a los buenos consejos. Todo

esto, que es ya motivo de preocupaci­ón per se, cobra aún mayor trascenden­cia en relación con el cada vez más delicado asunto de Taiwan. En medio del declive económico dentro y fuera de China, sucumbir a la tentación del enemigo exterior no parece un escenario imposible, en especial con Xi convencido de la misión histórica de completar la «reunificac­ión de China en la nueva era». El futuro no pinta bien. Con un régimen más represivo en el interior y más agresivo en el exterior, aumenta el riesgo para China y para el mundo.

Juan Pablo Cardenal es periodista especializ­ado en la internacio­nalización de China e investigad­or asociado de cadal.org. Su último libro es La telaraña (Ariel, 2020)

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